Una ley para que respirar sea obligatorio

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Hay una compulsión que se nos ha pegado al ADN yorugua: la de suscribir acuerdos o formular leyes sobre todo, aún lo más obvio.

Ocurrió cuando una organización gremial de periodistas convocó a los políticos para firmar juntos el compromiso de combatir las fake news. Fue como si el sindicato de maestros hiciera lo mismo para enseñar que la Tierra no es plana. O que los médicos agregaran al juramento hipocrático el requisito de que se abstendrán de matar voluntariamente a sus pacientes. ¿Era necesario? ¿No es condición natural de la profesión periodística procurar la verdad y difundirla?

Con el proyecto de ley para hacer obligatorios los debates pasa exactamente lo mismo. Está claro que la confrontación de ideas es connatural al sistema democrático, y los debates entre candidatos no son ni más ni menos que eso. Entonces, ¿a qué viene la necesidad de reglamentarlos, incluyendo sanciones económicas a quienes no cumplan?

Si siguen con esa obsesión legalista, en cualquier momento van a formular un proyecto de ley que los obligue a asistir a las sesiones parlamentarias. (Pero así estamos, en el país que paga a muchos funcionarios remuneraciones extras por “presentismo”, es decir, solo por hacer lo que deben hacer, que es ir a trabajar).

El diputado Fernando Amado presentó el proyecto de obligatoriedad de los debates en 2011 y actualmente se negocia en el legislativo. Se alude que desde 1995, los candidatos a la presidencia se negaban a debatir. (Esto es relativo, porque en 2014 hubo una especie de “encuentro” televisado, al que solo faltó Tabaré Vázquez).

Lo que me resulta gracioso es que quienes lideran los partidos necesiten tanta presión para hacer algo que senadores y diputados hacen regularmente en ambas cámaras. No solo debaten, se dicen de todo en la cara, y está bien que así sea, porque el parlamento no es un recinto para jugar al bridge, sino el escenario donde bulle la confrontación de ideas representativa de la rica diversidad ideológica ciudadana.

Hay gente que se enoja de que los legisladores se peleen en el Palacio y después confraternicen en el boliche, pero así debe ser. Esa capacidad de defender las ideas con pasión, sin menoscabo del respeto y aun la amistad personal, es lo que da salud al sistema.

¿No será mejor y más efectivo que sea la ciudadanía, con su voto, la que premie al político que acepta debatir o castigue a quien lo rechaza? ¿Es realmente el debate un evento imprescindible para decidir el sufragio, habiendo tanto espacio en los medios de comunicación para que cada uno promueva lo que propone? Y ya que este recurso no funcionó en 2014, cuando el voto popular favoreció al único candidato que pegó el faltazo, ¿no será que estamos asistiendo a un proyecto en el que los políticos se imponen obligaciones a sí mismos, con prescindencia del interés del electorado?

No es la obligatoriedad ni la cadena de televisión las que generarán el interés de los votantes por sus líderes políticos, sino el contenido que estos incorporen a sus discursos. Y ese contenido dista de ser atractivo cuando estos repiten lo que la gente quiere escuchar y no asumen la responsabilidad de indicar caminos nuevos, liderar en el verdadero sentido de la palabra.

Vean lo que ocurrió con el debate entre Andrade y Talvi. Fue pico de rating, ¡incluso superó al reality gastronómico que venía arrasando en audiencia desde hacía años! ¿Esto ocurrió por la importancia que el público asigna a los debates? ¡No! Si fuera así, ningún candidato rechazaría esos valiosos minutos de propaganda gratis. Lo que dio éxito a ese programa fue lo mismo que, a la postre, se tradujo en excelentes votaciones de ambos contendientes: eran dos políticos que tenían cosas relevantes para decir, aun desde posiciones contradictorias.

Pero el formato pactado también dio cuenta de los pies de plomo con que se prefiere concretar la necesaria confrontación de ideas: una disposición en la que los candidatos, en lugar de mirarse cara a cara, miran a cámara. Una organización de tiempos que los obliga a aprovechar los tres minutos o el minuto de réplica, al punto que los espectadores estamos más preocupados de que los aprovechen todos y no les sobre ni les falte tiempo. Donde además el periodista (más en el caso de Daniel Castro, un profesional reconocido por su capacidad para moderar polémicas), termina convertido en un preguntador guionado y administrador de cronómetro.

En fin, un stand up de monólogos intercalados que nada tiene que ver con la naturalidad y el interés de un verdadero debate cara a cara, donde no se tema a las interrupciones y reacciones espontáneas, tan comunes en las polémicas parlamentarias… y en la vida misma.

El proyecto de ley parece ir por el camino opuesto: se mete en decidir quiénes deben enfrentarse y por qué medios. Otra vez y como siempre, el Gran Hermano avasallando la libre voluntad de las personas, tanto de los políticos como de sus audiencias.

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