En julio de 2002, el diario La República publicó una crónica titulada "Maestras detectaron que 80 niños de la escuela comen pasto los fines de semana", en alusión al centro educativo número 128 del barrio Conciliación.
La noticia corrió como reguero de pólvora y llegó a replicarse en el portal de noticias de la BBC de Londres.
A todos los uruguayos, apoyáramos o no el gobierno de Jorge Batlle, nos resultó so- brecogedora. Ese sentimiento de vergüenza y dolor colectivo fue literalmente capitalizado por algunos líderes políticos del FA, entre ellos, el hoy presidente Tabaré Vázquez.
Incluso hace un par de semanas escuchamos hablar a Mujica de la época "en que los niños comían pasto".
Pero ya en octubre del año pasado, la web de Radio Espectador publicó el desmentido de una de las maestras de esa escuela, Gabriela Verde: "uno de los niños se descompuso, cuando fue al baño y van a tirar la cisterna porque el chiquito no llegaba, la mamá ve que la materia estaba de color verde. Y de ahí salió ah, pero este niño debe haber comido pasto".
Consultada sobre la versión contraria publicada en La República, Verde dijo que "eso lo quisimos desmentir en el diario y no nos dieron derecho a réplica".
Hace unos días, El Observador publicó los resultados de una investigación del periodista Martín Tocar en el marco de una tesis de grado de Universidad ORT: no solo confirma la falsedad de aquella versión sino que agrega que las maestras implicadas llegaron a enviar una carta a Tabaré Vázquez para que no la repitiera, pero nunca fue contestada.
Hasta el momento, el presidente no ha realizado rectificación alguna sobre la imputación que se le hace. Pero los coletazos de la controversia aún colman las redes sociales. A veces con tono burlón, a veces en forma insultante, opinantes anónimos se preguntan qué importa si la historia es real o no: lo grave es que la crisis de 2002 generó un impacto dramático en las poblaciones más vulnerables. Y nadie puede negar que fue así. No hay ninguna duda de que hubo episodios de desnutrición infantil en aquellos años terribles. Lo repugnante es valerse de una falsedad truculenta para convertirla en argumento propagandístico.
Es decir: si quienes la usaban creían que la información era verdadera, estaban en su derecho de invocarla para respaldar sus ideas. Pero si lo hacían sabiendo que era una mentira, incurrían conscientemente en una inmoralidad.
Cuando yo era niño, a principios de los años 70, aquella democracia declinante se caracterizaba por el cruce de calumnias para descalificar partidos y personas. De un lado se decía que si ganaba el Frente Amplio, los comunistas iban a secuestrar a los niños y llevarlos a Rusia. Del otro se decía que la campaña de Wilson Ferreira era financiada por una petrolera multinacional. Y si había por ahí algún demócrata que no se subía al tren del FA, no faltaba quien lo acusara de ser agente de la CIA. Se asesinaba a un funcionario que salía de su casa al trabajo, por el simple hecho de que alguien lo había acusado de integrar un escuadrón de la muerte. Esa mentalidad putrefacta empujó al país a doce años de dictadura, represión y oscurantismo.
Así que estaría muy bien que quienes hasta ahora venían agitando a cada rato la imagen lacerante de los niños comiendo pasto, hagan un mea culpa y empiecen de una vez a defender sus ideas con honestidad. Nunca es tarde.