El ex presidente, en su rol de inhábil declarante, no para de superarse a sí mismo.
Después de la declaración que dio a Leo Sarro, recomendando a los venezolanos no pararse delante de las tanquetas; después de su reflexión de que solo con la tortura se podría develar la verdad sobre los desaparecidos; después de su advertencia a los blancos de que “cuiden a sus mujeres” y de su militancia contra la violencia doméstica repartiendo volantes que decían “si te abandona, no la fajes”; después de todo eso, en un reciente acto en Punta de Rieles dio un peculiar consejo preelectoral: “si les vienen a comprar el voto con cinco chapas, pidan diez. Hagan lo mismo que ellos. Si son atorrantes que les vienen a comprar el voto apoyándose en la necesidad, cúrrenlos bien currados, pero después voten a cualquiera menos a esos. Tenemos que enseñarles desde abajo que esos no son métodos. La única manera es que no les sirva para un carajo. Y si los vienen a contratar para repartir listas, vayan y tírenlas a la marchanta, saquen todo lo que puedan”.
Me hizo acordar a otra frase que profirió en 2011, siendo presidente. Estaba en el Institut Pasteur y buscó un símil con el que ejemplificar la importancia de obtener recursos del exterior para la investigación científica. Entonces dijo que “tenemos que hacer como los gurises que están en las esquinas: manguear a todos los que pasan”.
En una época, a nivel de los formadores de opinión se valoraba este tipo de exabruptos. No faltaban los expertos que señalaban que estas expresiones provenían de un hombre muy culto que sabía cómo sintonizar con la capacidad de comprensión del hombre común. Desde ese poder de influencia, decían, sería el político mejor pertrechado para influir positivamente sobre la realidad, derribando viejas inequidades sistémicas en base a su seductor liderazgo. Esa interpretación estratégica del talante dicharachero del ex presidente se fue extinguiendo a medida que no hubo más resultados que un manejo dispendioso de las finanzas públicas, con desprolijidades famosas como las ya conocidas de Pluna, Ancap, Fondes, etc. Y refulgieron las críticas que le hizo Tabaré Vázquez desde Estados Unidos, a pocos meses de las elecciones de 2009, cuando acusó a Mujica de “decir estupideces”, en respuesta a lo que Alfredo García había recogido en el libro “Pepe coloquios”.
Creo que, salvo para los fanáticos, la declaración de las tanquetas puso en evidencia el nivel de espontaneísmo irreflexivo con que Mujica siempre se ha expresado, un repentismo más parecido a una inacabable enunciación de lapsus que a una comunicación estratégica.
Al comparar al país que busca inversores con los niños que piden plata en los semáforos, equipara una práctica política normal y necesaria con una mendicidad dolorosa e inaceptable a la que, al ser mencionada de esa forma, se la naturaliza.
Al incitar a la gente que “curre” con los compradores de votos en lugar de denunciarlos públicamente, promueve responder a una actitud deshonesta con otra semejante.
Pero muchos de sus consejos han sido siempre así. En sus discursos más celebrados internacionalmente, insiste en que no tiene sentido desaprovechar el goce de la vida, sacrificándose para ganarla. El costado más compartible de esa idea es que resulta absurdo correr atrás de los bienes materiales, pero el problema es que penaliza también el esfuerzo por progresar y hacer aportes superiores a la comunidad que, claro que sí, demandan mucho sacrificio y escasa disposición para el ocio.
Comparando esa apelación al inmovilismo con su manera de administrar los recursos públicos y los negocios con gobiernos compinches, el resultado está a la vista.
Para muchos de sus críticos, Mujica es el responsable de la pérdida de valores, por venir dando ejemplos en tal sentido desde hace años, y más aún desde la primera magistratura. Discrepo con esa visión. Él no es la enfermedad, es el síntoma.
Su liderazgo emergió porque un número creciente de uruguayos se identificó con esa forma de pensar y vivir, confundiendo austeridad con pobrismo y libertad de espíritu con anomia ética. Al señalarlo como el autor intelectual de la decadencia, lo que hacen es exculpar a los verdaderos responsables del divorcio progresivo e inexorable entre la sociedad y la cultura. Quienes se encierran en las élites y cultivan su jardín autorreferente. Quienes producen entretenimiento vacío y masificante para ganar la adhesión de un público acrítico, en lugar de apostar a cultivarlo. Quienes, de un lado, reducen todo a la libre oferta y demanda del mercado, y quienes del otro siguen envueltos en la humareda de opio de la lucha de clases.
Para revertir la anomia y restablecer valores, no alcanza con cambiar de gobierno.
Hay que tomar la decisión política de reanimar un Estado que intervenga, no ya en la represión del emprendimiento, sino en la promoción de una cultura de libertad.