Hubo una época en que los discursos políticos de los que ganaban el Oscar eran una rareza.
Generalmente, esos manifiestos más o menos espontáneos resultaban inesperados, dividiendo las aguas entre quienes los criticaban, supuestamente por desubicados, y quienes los aclamaban, atribuyéndoles una valentía exagerada. Queda en mi memoria la vez que Marlon Brando rechazó el Oscar que ganó por su actuación en El Padrino y se hizo representar por su esposa india de entonces, que aprovechó la oportunidad para denunciar el maltrato que padecía su colectividad de parte del hombre blanco.
Con el tiempo, los discursos políticos y las denuncias sociales se fueron haciendo más y más frecuentes, al punto que han pasado a formar parte del paisaje —bastante aburrido, por cierto— de una premiación que concita el interés de una audiencia global. En los últimos años, no había quien callara alguna referencia al "Me too" y se rasgara las vestiduras denunciando una desagradable conducta de acoso que venía de épocas inmemoriales, institucionalizada y naturalizada. Muchos de los que callaron durante todo ese tiempo, fueron los que vociferaron más alto, quizá porque siempre conviene posicionarse explícitamente del lado correcto de la historia.
Otro tanto pasó cuando por esas casualidades de la vida, no hubo nominados de raza negra, lo que dio pie a todo tipo de elucubraciones conspirativas y campañas contra el racismo. Y desde que Donald Trump se hizo de la presidencia con su peculiar estilo, se convirtió en el destinatario preferido de los discursos reivindicativos.
La verdad es que no me los creo.
Y ahora menos que menos, cuando a un melodrama demagógico (aunque bien hecho) como "Roma", se lo convierte en obra maestra del cine contemporáneo. Es gracioso ver a gente pudiente, vestida con prendas carísimas que exhibe sobre una glamorosa alfombra roja, hablar con cara de circunstancia del duro destino de las empleadas domésticas indocumentadas. Todo huele a consagración de la corrección política, en un país donde, si estos artistas fueran coherentes con lo que pregonan, al menos podrían mostrar un aliño personal más austero.
Así son algunas nuevas películas de compromiso social: miradas estetizantes a la vida de los pobres, como en el caso de "Roma", o en el extremo opuesto, visiones caricaturescas de mexicanos narcotraficantes, como en "La mula" (ninguneada, sin embargo, por una Academia de Hollywood dispuesta a premiar estereotipos, pero no a seguir aplaudiendo al republicano Clint Eastwood).
Son capaces de reversionar un melodrama inteligente como "Nace una estrella", transformándolo en una telenovela mal actuada por la estrella musical de turno.
Y ahí es donde, apelando a esa nostalgia que a uno lo convierte en un vejestorio amargado, no puedo dejar de recordar aquellas películas auténticamente contestatarias del "new american cinema" de los años 70, como "Busco mi destino", "Perdidos en la noche", "Espantapájaros", "El graduado", "Taxi driver" la saga de "El Padrino", "M.A.S.H" y tantas otras.
Eran trabajos que no ostentaban la exquisitez formal que ofrecen los de ahora, pero servían a guiones mucho más arriesgados, presentando personajes que no se proponían agradar a la moralina dominante sino al revés, molestarla, desafiarla.
Hoy, en cambio, las películas oscarizables son aquellas que higienizan la conciencia de culpa de una sociedad estadounidense que, al mismo tiempo, se abraza a un dudoso populismo nacionalista.
A la obcecación de Trump con su indigno muro fronterizo, Hollywood opone el pobrismo edulcorado de "Roma". La industria queda satisfecha de haber dado un contra-mensaje, la maquinita de hacer plata de Netflix sigue tintineando y todos contentos. Es casi lo mismo que pasó hace unos años, cuando el establishment cultural glorificó un entretenimiento menor de ciencia ficción: "Avatar" de James Cameron. Éxito de taquilla, múltiples nominaciones al Oscar, en una historieta sobre sufridos pueblos aborígenes conquistados por malvados marines. La obvia metáfora antiestadounidense fue aplaudida por el mismo público que después siguió votando por los colonizadores.
No es una extravagancia concluir que en Estados Unidos, el cine industrial termina siendo una especie de placebo para progres. Hacen catarsis de su buenismo ideológico en la pantalla del cine y el plasma de su casa, pero cuando salen a la calle y votan en las elecciones, defienden el sistema que los espanta en la ficción.
El consumismo gringo se devora a sí mismo: pegarle a su propio país es un negocio tan o más rentable que defenderlo. Así no hay mundo libre que aguante.