Hace poco se anunció uno de los hechos culturales más relevantes de los últimos años:
en el ranking de descargas de Spotify, que es un fiel termómetro de las preferencias musicales mayoritarias, Bohemian Rhapsody, la obra cumbre de Queen, había logrado desplazar del primer puesto a los siempre exitosos reguetones.
Para quienes vemos en las modas musicales del presente un espejo tan fidedigno como terrible del deterioro de la cultura, esta noticia fue un soplo de aire fresco, la sensación de que no todo estaba perdido. Que una obra de semejante rigor compositivo, sensibilidad e inspiración, haya sido la más escuchada -sin importar que fuera como consecuencia del éxito comercial de una película- nos reafirma en la convicción de que la decadencia cultural no es explicable por un tsunami de ignorancia que sepulta a la sociedad global, sino porque a esta no se le ofrecen los modelos creativos capaces de afinar su percepción y disfrute. Un aspecto irritante de la mercantilización de la cultura es que, en pos de comprensibles objetivos comerciales, busca la novedad y penaliza la mirada hacia atrás, la vuelta a los clásicos que deberían seguir siendo paradigmas a admirar.
Cuando uno dice estas cosas, aparentemente obvias, le salen con que es un viejo conserva, un reaccionario para quien todo tiempo pasado fue mejor. Incluso en el medio intelectual está de moda la hipótesis del parricidio, esa que invita a matar los modelos sembrados por generaciones precedentes, para instalar otros nuevos. Lo bravo es cuando los paradigmas del presente y del futuro son canciones imbéciles, musicalmente cuadradas, de letras sexistas y baladíes.
Hago esta larga introducción para abrir el paraguas: sí, trátenme de viejo conserva, pero estoy convencido de que también en la política uruguaya tenemos que dejar de penalizar el pasado. Los gobernantes hablan de que la oposición quiere “restaurar el modelo de la derecha” y los mismos opositores rechazan esa supuesta acusación, temerosos de parecer anticuados y reaccionarios.
Pues sí, señores, no teman admitirlo con orgullo: llegó la hora de restaurar.
No “el modelo de la derecha” sino el país modelo de republicanismo, ciudadanía y justicia social que construyeron José Pedro Varela, José Batlle y Ordóñez, Emilio Frugoni y Luis Alberto de Herrera, un país donde nadie era más que nadie, donde los hijos del inmigrante que se deslomaba atrás de un mostrador se convertían en profesionales universitarios, donde la gente se reunía en los cafés para discutir sobre filosofía y no para comer un combo, donde los adversarios políticos se podían enfrentar con la mayor pasión, pero lo hacían desde un mismo respeto por las instituciones y la libertad.
El repugnante viral con los insultos al ministro Astori nos retrotrajo a otros hechos igualmente desagradables, como los huevazos contra Jorge Batlle o la manera como echaron a Hugo Batalla de su barrio de toda la vida, a insultos y pedradas.
¿Cómo no querer restaurar el Uruguay optimista y culto de otros tiempos?
Un país donde no había políticos que cultivaran el odio entre las personas ni la idolatría ideológica por encima del respeto ciudadano.
Alguna vez, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, los uruguayos disfrutamos nuestra Rapsodia Bohemia. Sería bueno trabajar, sin vergüenza alguna, para que aquellas hermosas melodías republicanas silencien un poco tanto bochinche barrabrava.