El sábado cenaba con mi familia en una pizzería al lado de un televisor sintonizado a Fox Sports. Allí, un peculiar match de lucha libre en un ring octogonal ofrecía un espectáculo bastante indigesto.
Se puso bravo tragar la muzzarella mirando como hombres y mujeres se agarraban literalmente a las trompadas y puntapiés, sin protección alguna ni en la cabeza ni en las manos. Uno pegaba puñetazos y patadas en la cabeza del otro, aunque este estuviera caído.
Luego me enteré que ese festín sanguinario no se realizó en un antro clandestino de un ignoto pueblo yanqui, sino en nuestro Antel Arena.
Investigando sobre un tema que me era absolutamente ajeno, me entero de que se trató de la primera pelea en Uruguay de una entidad estadounidense llamada Ultimate Fight Championship. No es una liga de instituciones sin fines de lucro: es una empresa privada con sede en Las Vegas, que alquiló el Antel Arena para llevar adelante esta competencia supuestamente deportiva, con venta de entradas que llegaban a los 9.000 pesos y derechos de televisación internacional. Hace muchos años, hice una investigación periodística sobre el boxeo para el querido semanario Jaque.
A diferencia del que compite en los Juegos Olímpicos, con un número limitado de rounds y contendientes que usan cascos protectores, el boxeo profesional genera a la larga entre quienes lo practican, una enfermedad neurológica conocida como "encefalopatía del boxeador" que proviene de la cantidad de trompadas que recibe el contendiente en su cabeza. Nunca entendí desde entonces, por qué está legalizado un deporte cuya finalidad es lastimar al adversario, hacerlo sufrir e incluso noquearlo.
Hay deportes peligrosos, sin duda, como el alpinismo o las carreras de autos. Pero el objetivo de esas prácticas no es dañarse o morir. Cuando esto ocurre es por accidente. Con el boxeo es distinto: los participantes saben que embocando la trompada a determinada altura de la ceja del oponente, le generan una herida que sangrará tanto, que lo hará rendirse. Así y todo, hay que reconocer que en el boxeo existen ciertas normas de caballerosidad deportiva: no se puede golpear por debajo de la cintura, no vale atacar al adversario cuando ha caído, etc.
En estas luchas que se celebraron en el Antel Arena, parece no correr nada de eso, ni siquiera utilizan guantes que atenúen en algo el impacto de un golpe de puño.
Hay quienes creen que la libertad es libre y que si hay gente adulta que se expone a semejante agresión, propia y a ajenos, está en su derecho de hacer lo que quiera, como lo están también quienes pagan por solazarse con esa carnicería o mirarla por la tele comiendo pop.
La verdad es que yo no lo comparto. Más bien pienso que si la civilización ha evolucionado desde el circo romano, ha sido gracias a la formulación de normas jurídicas que protegen la integridad humana, aún en contra de los desvaríos de quienes la irrespetan.
Pero demos por buena la tesis ultraliberal de que debe protegerse el derecho de cada uno a arruinar su propia vida. Vamos a un punto más concreto. ¿Es correcto que un escenario público, construido y administrado con el dinero de los usuarios de telefonía estatal, presente espectáculos de tan baja calaña?
Yo no lo creo. Hay demandas espurias del mercado de que un Estado serio no debe prohibir, pero tampoco amparar y promover.