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Portugal dominaba la península de Malaca y la extracción de nuez moscada y clavo de olor.
Los españoles no querían quedar excluidos de tan colosales beneficios, por lo cual urgía la realización de un viaje que permitiera llegar al Oriente por medio de un canal que comunicara ambos océanos.
La Corona castellana pu-so entonces al Piloto Mayor del Reino, Juan Díaz de Solís, al frente de una expedición que ingresó en 1513 al luego denominado Río de la Plata, pero Solís fue muerto y comido por los indígenas al descender a tierra firme para hacer un reconocimiento.
Cinco años más tarde Carlos I de España insiste y firma nueva capitulación con Magallanes, marino portugués, quien concretaría su viaje entre 1519 y 1522. Llevaban 239 tripulantes en cinco naves, seis vacas, 222 libras de arroz, 415 pipas de vino, 475 arrobas de aceite, 200 de vinagre, pescado seco, tocino, garbanzos, lentejas y harina, 250 restas de ajo, cientos de quesos, miel y lejía.
Fue ese accidentado viaje el que hallaría el ansiado estrecho y que daría la primera vuelta completa alrededor del mundo, confirmando su esfericidad: navegando hacia el oeste y sin dejar de avanzar, pudieron regresar al punto de partida.
El pasaje de Magallanes por el Río de la Plata fue breve y se concretó luego de dejar atrás la bahía de Río de Janeiro. Cuando se adentraron en el temido “Río de Solís”, avistaron “una montaña hecha como un sombrero” que Magallanes llamó “Monte vidi”, el 10 de enero de 1520. De allí se destacó una nao que se internó hasta el río Uruguay, regresando con la certeza de que no era el camino que buscaban. Dieron entonces la única marcha atrás del viaje, retomando el camino hacia el sur, hasta la bahía de “San Julián”, lugar donde se hunde una nave y se amotina parte de la tripulación. Median ejecuciones y cunde el hambre.
La expedición llegó al canal en noviembre y alcanzó el océano que denominó Pacífico luego de más de un mes de navegación. El canal había sido hallado, pero el viaje aún sería muy largo y accidentado. Magallanes no sobreviviría al mismo, pero sí Juan Sebastián Elcano, quien llegó a San Lúcar de Barrameda en una sola nao (la Victoria), con 18 hombres de los 239 con que habían zarpado.
Fueron varios los cronistas de ese viaje y es posible recrear el Plata de 1519 desde sus páginas. Antonio Pigafetta, quien dejó el más completo de esos relatos, describe “un río grande de agua dulce” y agrega: “Aquí habitan los caníbales, comedores de hombres. Uno de ellos, de figura gigantesca y cuya voz parecía la de un toro, se aproximó a nuestra nave para animar a sus compañeros, que -temiendo le hiciésemos algún mal- se alejaron del río y se retiraron con sus avíos para el interior del territorio. Para no perder la ocasión de hablarles y de verlos de cerca, saltamos a tierra cien hombres y los perseguimos; capturamos algunos pero daban tan grandes zancadas que ni siquiera corriendo o saltando los pudimos alcanzar”.
“Este río tiene siete islas. En la mayor, la que llaman cabo de Santa María, hay piedras preciosas. Antes supusimos que esta agua no era un río, sino un canal a través del cual se pasaba al mar del Sur, pero rápidamente verificamos que no era más que un río, cuya boca tiene diecisiete leguas de ancho. Fue aquí que, otrora, Juan Díaz de Solís, quien como nosotros iba a descubrir nuevas tierras, fue comido por los caníbales, en los cuales confió demasiado, con sesenta hombres de su tripulación”.
Costeando, arribaron a dos islas que describen pobladas únicamente de “gansos” (pingüinos, en realidad) y lobos marinos. “Hay tantos de los primeros y son tan mansos que en una hora hicimos abundante provisión para la tripulación de cinco navíos. Son negros y están cubiertos por todo el cuerpo con plumas pequeñas, sin tener en las alas suficientes de ellas como para volar. Como no vuelan, se alimentan de peces. Son tan gor-dos que tuvimos que despellejarlos para poderlos desplumar. Su pico parece un cuerno”.
Los lobos marinos, agrega, “son de diferentes colores y casi del tamaño de una vaca, asemejándose a la cabeza de este animal. Las orejas son cortas y redondeadas y tienen dien- tes muy largos. No tienen piernas y los pies, unidos al cuerpo, se parecen a nuestras manos, sus dedos están ligados con una membrana, como los de un pa-to. Si pudieran correr se- rían de temer, porque muestran mucha ferocidad. Nadan muy de prisa y comen peces”.
En medio de las islas los sorprendió una terrible tormenta, durante la cual vieron “los fuegos de san Telmo, de san Nicolás y de santa Catalina” fulgurando en lo alto de los mástiles.
Un autor anónimo, cuyo códice fue encontrado en la Biblioteca de la Universidad de Leida, Holanda, agrega al relato de Pigafetta un dato interesante: “no sabíamos determinar si era río, pero sospechábamos que debía ser, en cuanto el agua era dulce y el fondo solamente de tres o cuatro brazadas”. Magallanes mandó buscar e indagar, vieron “algunos gentíos” y trajeron alguna plata, por lo que le pusieron como nombre “río de la Plata”.
Por su parte, Ginés de Mafra, un marinero de la nave Trinidad, narra que el piloto que Magallanes envió a explorar río arriba regresó dos días después afirmando que era un río muy grande y muy hondo, con pequeñas islas y que vieron a algunos indios en canoas, hechas con un tronco ahuecado en el medio. Conversaron, preguntaban cosas, les respondían con señas “y nosotros interpretábamos de acuerdo con nuestra codicia, porque mostraron oro a este indio y entendieron los nuestros que él les decía que había oro; también le mostraron una taza de plata y a esto, según entendieron, él dijo que esperasen que él les traería mucha cantidad. No sé si, por ventura, este río tomó el nombre por eso o por otra cosa que sucedió”.
El contramaestre de la Trinidad, que también registró el viaje, agregó una simple pero clara imagen del territorio oriental: “en esta tierra no hay gente, aunque es una tierra muy buena, con lindos campos, sin árboles y muy plana”. Eran las primeras postales de lo que hoy llamamos “nosotros”.