El presidente izquierdista del Perú, Pedro Castillo, merece crédito por haber tratado de frenar la fuga masiva de capitales de su país prometiendo que no va a nacionalizar empresas privadas durante su viaje a Washington.
Pero hay buenas razones por las que sus palabras no alcanzaron para calmar a los inversionistas.
Castillo, un exmaestro de escuela primaria rural, cuyo partido se define a sí mismo como “marxista”, dijo en su discurso ante la Organización de Estados Americanos (OEA) en Washington que “no somos comunistas. Nosotros no hemos venido a expropiar a nadie. Nosotros no hemos venido a ahuyentar las inversiones”.
Esas eran garantías muy necesarias, considerando que el Perú ha perdido más de 13.000 millones de dólares en fuga de capitales desde enero, según el Banco Central de Reserva del país. Muchos peruanos están enviando sus ahorros al exterior y comprando departamentos en Madrid y Miami por temor a que el gobierno de Castillo lleve a un desastre económico como el de Venezuela.
Hace unos días, cuando entrevisté al ministro de Economía y Finanzas del Perú, Pedro Francke, fue muy explícito sobre el presunto compromiso del Perú de respetar las libertades económicas y la democracia.
Francke, que viajó con Castillo a Washington y Nueva York, me dijo que “estamos en una economía de mercado” y que “tenemos una deuda pública que tiene uno de los niveles más bajos de América Latina y la mantendremos así”.
Pero el hecho es que muchos peruanos siguen nerviosos, y con razón, porque temen que Castillo sea un títere de Vladimir Cerrón, el líder de su partido de izquierda jurásica Perú Libre.
Castillo fue elegido como candidato del partido por Cerrón, un médico que se formó en Cuba, después de que Cerrón fue inhabilitado para postularse él mismo por una condena por corrupción. El gobierno de Castillo incluye a un primer ministro y varios otros miembros clave del Gabinete que son leales a Cerrón.
Cerrón y su partido, siguiendo el manual bolivariano, lanzaron en los últimos días una campaña para recolectar millones de firmas pidiendo un referéndum para convocar una asamblea constituyente que cambie la Constitución. Tal asamblea sería ilegal, pues la Constitución del Perú establece claramente que solo el Congreso puede reformar la Carta Magna.
Cuando le pregunté a Francke por qué deberíamos confiar en que Castillo prevalecerá sobre su partido y no hará nada fuera de la Constitución, me respondió que “el gobierno de Pedro Castillo es una cosa y el partido es otra. Como en todas nuestras democracias, hay una separación entre el Gobierno y el partido”.
Cuando le pregunté más específicamente si Castillo seguirá adelante con su promesa de campaña de convocar una asamblea constituyente, Francke sugirió que ese plan ya no es una prioridad del Gobierno.
Francke agregó que cuando el primer ministro de Castillo, Guido Bellido, anunció el plan de gobierno hace unas semanas “no incluyó el tema de la asamblea constituyente en su mensaje. No es parte del programa de gobierno que se presentó al Congreso y al país”.
Cuando le mencioné a Francke un proyecto de ley presentado por legisladores de Perú Libre para regular los medios de comunicación, me dijo que “he conversado con el presidente y él ha mostrado su desagrado” con esa propuesta.
Todo esto es muy positivo. El problema es que algunas de las acciones de Castillo parecen contradecir sus palabras.
¿Por qué Castillo se reunió con los dictadores de Cuba y Venezuela durante su viaje a México y no con ningún alto funcionario de Estados Unidos durante su viaje a Washington y Nueva York?
Más importante aún, ¿por qué Castillo no aprovechó su audiencia internacional para aclarar que la asamblea constituyente ya no es una prioridad de su gobierno?
Por el contrario, Castillo dijo en su discurso ante la OEA que los pueblos necesitan “autoconvocarse” para actualizar sus constituciones. Y no ha dado ninguna entrevista extendida para aclarar este tema desde que asumió el cargo.
Si Castillo quiere detener la fuga de capitales, tendría que dar seguridades de que no buscará cambiar la Constitución, como lo hicieron casi todos los autócratas bolivarianos para perpetuarse en el poder. Eso calmaría las aguas y haría que sus promesas de respetar la propiedad privada y la democracia sean mucho más creíbles.