Ayer viernes, se cumplió un nuevo aniversario del nacimiento de Aparicio Saravia. Fechas como estas son siempre oportunas para evocar a las grandes figuras de nuestra Historia. En el caso de Saravia, su vida, su lucha y -fundamentalmente- su legado deberían estar muy presentes en estos tiempos electorales.
Ahora quiero aportar un dato importante que si bien no cambia la Historia le da precisión. Aparicio no nació en 1856 como se sostiene en todas sus biografías, sino en 1857. Tal es lo que surge de su fe de bautismo o sea su partida de nacimiento. Se sabe, hasta la creación del Registro Civil, en 1879, los nacimientos, matrimonios y defunciones se anotaban en la Iglesia católica. Y el libro N° 1 de bautismos y defunciones de la Catedral de Melo dice:
“En el día doce de abril de mil ochocientos cincuenta y ocho, el Presbítero Don Thomas Llovert Teniente Cura de esta Parroquia Iglesia de Nuestra Señora del Pilar y San Rafael del Cerro Largo, bautizó solemnemente y puso los Santos óleos a un niño que le llamaron Aparicio que dijeron haber nacido el diez y seis de agosto del año próximo pasado, hijo legítimo de Francisco Sarabia y de Propicia de la Rosa, ambos brasileros y vecinos de esta de Pablo Páez; fueron padrinos Benigno Sarabia brasilero y Luisa Sarabia vecinos de Pablo Páez a quienes se les advirtió el parentesco espiritual y para que conste lo firmo. José Reventos”.
Aparicio fue el cuarto hijo de los brasileños Francisco Saraiva Caneda (Chico) y Pulpicia da Rosa, rebautizada como Propicia luego de afincarse en Uruguay.
Antes del primer año de convivencia, en 1852, nació Gumersindo y luego llegaron Basilicio (1853), Antonio Floricio (Chiquito) (1854), y Aparicio en 1857. Nacido Aparicio, don Chico y doña Propicia decidieron casarse, meses después nació José. La prole se completaría con nueve hijos más, cuatro de ellos mujeres. Tres de los varones serían blancos: Gumersindo, Antonio (Chiquito) y Aparicio, y dos colorados: Basilicio y José.
Varias veces, enfrentados en la guerra, hicieron prevalecer siempre el amor fraternal. En la Revolución de 1897 Aparicio le escribía a Basilicio:
“Es mi conciencia la que hablará por mí: esa conciencia que se formó al calor de las santas oraciones con que nuestra madre nos adormía y se agrandó admirando las humildes pero augustas virtudes del que nos legó tu apellido y el mío. Responda a mi conciencia un eco de la tuya y nuestro debate habrá concluido a pesar del respeto que profesas por tu carrera y de la divisa color encarnado con que adornas tu lanza.
Es por eso, hermano, que estoy en donde estoy, y aquí estaré al morir. En el bando de los administradores de buena fe; en el partido de las probidades presidenciales, junto a aquellos que suben y bajan pobres del poder. Donde nuestro padre que no sabía manchar sus canas hubiera estado en la hora de las grandes y las supremas crisis en la conciencia pública. (…) la Patria es algo más de lo que tu supones. La patria es el poder que se hace respetar por el prestigio de sus honradeces y por la religión de las instituciones no mancilladas; la patria es el conjunto de todos los partidos en el amplio y pleno uso de sus derechos; la patria es la dignidad arriba y el regocijo abajo”. Ese fue Aparicio. Los uruguayos todos debemos recordarlo.