Nuestra política se enfrenta a este fenómeno preocupante. Se reduce el discurso político a un intercambio superficial y afecta la manera en que los ciudadanos perciben y participan en ese entorno. La política, que debería ser un espacio de deliberación y reflexión profunda sobre el bien común, se ha convertido en un escenario donde lo trivial y lo efímero predominan.
Hannah Arendt advirtió sobre los peligros del totalitarismo y la deshumanización en la política. En sus obras, enfatiza la importancia del pensamiento crítico y el diálogo. Ella nos advertía sobre una tendencia a banalizar y hasta normalizar “el mal”, lo manifiestamente perverso de un quehacer político dañinamente vacío.
Hoy, en nuestra era digital, el pensamiento crítico se ve amenazado por la rápida difusión de información superficial a través de redes sociales. La inmediatez de las plataformas digitales ha llevado a que los mensajes políticos sean simplificados, convirtiéndose en meros eslóganes o memes que carecen de profundidad o sobrantes de cholulez o hasta la burla al que piensa distinto. (Alguno a veces hace méritos para recibir esto. Vale decir).
El sociólogo Zygmunt Bauman también aborda esta problemática al hablar de la “modernidad líquida”, donde las relaciones humanas y los compromisos se vuelven efímeros. En este contexto, los políticos son percibidos más como celebridades que como representantes del pueblo. La figura del político se reduce a su capacidad para generar likes o retweets en lugar de su habilidad para proponer políticas efectivas y sostenibles. (Sobran ejemplos).
La consecuencia más grave de esta banalización es la desconfianza hacia las instituciones democráticas. Cuando los ciudadanos ven a sus representantes como figuras vacías, se alejan del proceso político, lo que alimenta un ciclo vicioso de desinterés y desencanto.
En Uruguay suceden hoy rarezas. Ciudadanos de la Coalición dispuestos a votar el plebiscito suicida de seguridad social. Gente del FA que cree que su fórmula o el propia Mujica están a favor del plebiscito. Banalizar es relativizar el pronóstico de un plebiscito funesto si eres un prestigioso economista (y eventual ministro) y sabes que si se vota a favor será una catástrofe para el país.
O falta información o sobra desinterés y la gente piensa “cualquier cosa”. Por citar ejemplos de lo mucho que hay en juego a partir de los mensa- jes irresponsables o la apelación a lo trivial.
Los dirigentes deben promover los debates y no rehuir a él con excusas tontas. Promover educación cívica sólida puede ser una solución para contrarrestar esta tendencia hacia lo banal. Fomentar el pensamiento crítico desde una edad temprana ayudará a formar ciudadanos informados y comprometidos que desafíen las narrativas simplistas. Difícilmente eso suceda si permitimos a los gremios educati- vos retomar la gobernanza de la educación.
En conclusión, la banalización de la política es un fenómeno peligroso que debemos superar. Es responsabilidad tanto de los líderes políticos como de los ciudadanos formadores de opinión devolverle nivel y dignidad a su trabajo proselitista. Elevar la mira.
Después a no quejarse cuando seamos gobernados por “los peores de la clase”.