Como la piedra de Sísifo que se desbarranca apenas llega a la cima, cada vez que la opinión pública cree que el tema de los títulos truchos o inventados está por fin terminado, aparece un caso nuevo que avergüenza a todo el mundo.
Es evidente que el caso más sonado fue el del ex vicepresidente Sendic y su licenciatura en genética humana falsa. Y es evidente también que en los últimos años los casos se han concentrado, sobre todo, en el Frente Amplio (FA): por ejemplo, hubo sociólogos que no eran tales -incluso uno llegó a ser vicepresidente del FA-; un ingeniero agrónomo inventado sentado en el Senado; y hasta el ridículo caso de la candidata a vicepresidente de 2019 que no había terminado el liceo pero se definía como psicóloga social.
El entramado político que parece así tan impune, en realidad convive sin fisuras morales con un mundo izquierdista universitario que ha naturalizado completamente estas prácticas. Tres ejemplos formidables: el caso de Olesker, que no es economista como siempre se dijo sino Magister en economía, y que recién ahora salió a aclarar el punto; el caso de un hoy exsocialista fundador del colegio de sociólogos, pero que nunca fue sociólogo; y el non plus ultra es el actual rector de la Universidad de la República, que en el proceso de su elección se supo que inventó poseer un doctorado y una maestría -dependiendo de qué reportaje o dato fuera el consultado, era una u otra mentira-.
Hay algo positivo en todo esto: tantas presurosas mentiras por presentar títulos que no se tienen es, ciertamente, el reconocimiento implícito a la importancia de tales galardones. Es gente que, evidentemente, gustaría ser psicólogo, sociólogo, economista o doctor, por ejemplo, porque saben que esos títulos legitiman conocimientos adquiridos con sacrificios y perseverancia intelectual a lo largo de muchos años. El vicio reconoce así a la virtud.
Acomplejados por un lado y profundamente farsantes por el otro, se deciden a desperdigar socialmente una mentira tan radical como sustantiva sobre sus éxitos personales, con tal de poder figurar dentro del selecto grupo de élite de los egresados universitarios (en Uruguay, no son más del 12% de los mayores de 25 años). Pero lo asombroso es que esta mentira sistemática y cotidiana, que parece al límite de lo psiquiátrico, además vaya de la mano de una vocación que pretende ocuparse de los asuntos públicos y servir así a la Patria.
¿Qué pasó en Uruguay que todas estas chantadas no son radicalmente sancionadas socialmente por amigos, parientes, pares y vecinos? ¿Por qué nos dejamos estar en una desidia tal que hace que no salgamos ferozmente a denunciar a estos mentirosos que, siendo lo que son, jamás podrán servir a la Patria con lealtad y grandeza?
Casi todos conocemos al menos a una persona que efectivamente obtuvo su título universitario con enormes sacrificios y gran dedicación: ¿por qué no respetamos como corresponde esa entereza que nos enorgullece a todos, y que forma parte de nuestros mejores valores que consisten en sacrificarse estudiando para procurar luego cosechar un futuro mejor?
Si alguien es ministro y por años firmó como licenciado sin serlo, que se vaya del ministerio. Y que no vuelva más a la política: el país, su partido y la función pública, de verdad, no lo necesitan. Basta de chantadas.