La búsqueda de la belleza, ¿es una necesidad humana o un lujo innecesario?”
Esta frase que pronuncia Alfredo Ghierra en su película Montevideo inolvidable, de algún modo resume la inconducta de un ciudad que demuele sus bienes patrimoniales sin piedad. Una ciudad incapaz de proteger su memoria, que crece a impulsos del oportunismo comercial pero desatiende su identidad urbana.
El documental es, además de un bellísimo registro de Montevideo, la potente protesta que ha tenido a Alfredo como una de sus voces más consistentes, a través de esa marca irónica que es “Ghierra Intendente”.
Explora la historia de la ciudad, la confluencia de estilos arquitectónicos eclécticos, representativos de sus oleadas inmigratorias, y se detiene en este irresponsable proceso de deterioro, donde nos enteramos que la designación de un “nivel 2” para determinadas casas las condena a la demolición, para ser sustituidas por deplorables estanterías de apartamentos.
Alfredo advierte con razón sobre la ineficacia del sistema político para detener el desastre. Discrepo con él cuando recoge acríticamente la opinión de algunos entrevistados, en el sentido de que la ley de vivienda promovida no cumple el rol social por el que fue creada, debido a que las propiedades son mayoritariamente adquiridas por inversores. Allí se desconoce una regla básica de la economía: sin importar quién las compre, la mayor oferta de viviendas empuja a la baja el valor de los alquileres, lo que beneficia a quienes más las necesitan.
Pero tiene toda la razón cuando señala que si hay exoneraciones para construir edificios nuevos, debería haberlas también para reciclar propiedades de valor patrimonial.
Es bochornosa la desidia con que se descuidan casas que singularizan la belleza montevideana. Resulta curioso escuchar a Christian Di Candia -que supo ser intendente- lamentarse de que al ser tan baratas las multas que impone la comuna a las demoliciones sin permiso, los constructores destruyen lo que quieren a su módico precio.
Hay una toma de la película que muestra la convivencia entre una edificación de 1930 y una de esas cajas de zapatos de 1980: ¿cómo es posible que la estética arquitectónica haya decaído de manera tan flagrante?
Otro pasaje tremendo es cuando Alfredo camina por Ciudad Vieja con un experto que le explica sobre urbanismo y de pronto quedan en silencio, mirando cómo un indigente se sumerge de cabeza dentro de un contenedor de basura. El entrevistado se limita a decir “me perdí”, como nos perdemos todos cuando vemos esas escenas de tan dolorosa indignidad.
Un momento hermosísimo es el diálogo de Alfredo con su madre: en ese amor por la ciudad trasmitido de una generación a otra, debería estar la clave del cambio.
La película omite la vergonzante demolición de una obra magnífica como el Cilindro, que en la época de su construcción fue un referente mundial: los creadores del Madison Square Garden de Nueva York vinieron a inspirarse en su innovador techo diseñado por Leonel Viera. Pero merece verse como una justa rebelión contra el desinterés estético y la porquería de los grafitis vandálicos. Como bien dice allí Emma Sanguinetti, la belleza no es un adorno, es un refugio espiritual imprescindible, que debemos valorar y proteger.