Tiempos de histrionismo desplazando conceptos, de estruendo mediático disfrazando causas, de famas episódicas y efímeras que duran lo que dura una historia de Instagram. En fin, muestras vivientes de una “civilización del espectáculo”, como decía Mario Vargas Llosa.
En las últimas semanas, la agenda del debate social ha estado bastante enfocada en el conflicto del IAVA, la ocupación estudiantil y docente, la aparición de representantes del gremio que en la batalla entre la ética y la estética prefieren la segunda, y comunicados que priorizan el hablar con la “E” en vez de las razones.
Si, en los tiempos que vivimos esas cosas son pan caliente. Porque tienen todos los elementos de una buena historia, pero es efímera.
Supuestamente toda esta historia comenzó por la instalación de una rampa en el ingreso del Liceo, pero me permito analizar hechos e intenciones a la luz de las declaraciones públicas y acciones de los involucrados.
Hay un colectivo de jóvenes que tienen berretines de Che Guevara, porque la fábula que les construyeron y que alimentan es de revoluciones y cruzadas. Pero como el hombre es él y su circunstancia, como decía Ortega y Gasset, ellos se han tenido que conformar con su contexto y hacer de él un relato. Estos chicos tienen el romanticismo de la juventud, y está bien. Está muy bien. Lo preocupante sería que carecieran de él, pero el debate está en las formas y en los contenidos (¡casi nada!)
Vayamos a las formas en primer lugar, que son las que predisponen el clima para entrar a hablar de contenidos. Estas formas son propias de jóvenes que se comieron una película enorme y que quieren construir una épica en tiempos de TikTok. Y ojo que esto no es minimizar ni deslegitimar, si esa fuera la intención el desacreditado sería quien lo hace. Es que realmente estos muchachos la juegan de rebeldes, pero sin causa. Y por tanto la quieren fabricar y maximizar. Nunca los vi en estas actitudes de revolucionarios y valientes en gobiernos pasados, cuando sus “causas” no son nuevas sino que tienen más años que los propios revolucionarios. No por hablar con la E, o estar “agremiades”, “sindicalizades”, o cancherear a un funcionario público que te va a entregar una orden de desalojo, te convertís en referente de una causa justa. Que las hay, y los estudiantes a lo largo de la historia de la lucha estudiantil en Uruguay las han tenido. No ha sido en esta oportunidad, evidentemente. Como dijo una vez Groucho Marx “He tenido una noche absolutamente maravillosa. Pero no ha sido esta”
Se sienten violentados por una entrevista radial pero no levantan su voz ante el patoterismo de “estudiantes” que por su edad deberían estar más preocupados por la reforma de la seguridad social que por jugar a los rebeldes sin causa.
La repentina fama de estos chicos y el que su nombre sea “trending topic” en ese mundo virtual que se mueven, naturalmente los marea, pero además los hace prisioneros de una coyuntura que les encanta. Esa visibilidad que ganó su “épica”, los obliga a alimentarla y ahí comienza lo complejo
Naturalizar la ocupación, el enchastre, la desprolijidad no nos hace bien como sociedad. Porque es sinónimo de deterioro. Avanzar y mejorar en base al resquebrajamiento de valores básicos como la limpieza y el cuidado es un contrasentido
Llamativo y representativo no es lo mismo, se representan a sí mismos y a sus causas (suyas, de 25). Nadie podría dudar desde que empezaron a salir a escena los actores del conflicto, que su retórica y su estética era oro en polvo para esta civilización del espectáculo.
Son llamativos, porque eso buscan. Y está bien, es parte de su rebeldía. La provocación desde la estética es también parte de su impronta. No molesta. Pero cuidado con confundir el revolucionario con la revolución. No son representativos de la población estudiantil, esa que quiere cambios y los está viviendo. No representan a esos estudiantes que ganan premios, que se esfuerzan, que no faltan, que ganan becas. Esos si son la revolución. ¿Qué mayor acto de rebeldía que estudiar y superarse? Esos jóvenes, de la capital o el interior profundo, saben que solo rebelándose contra una realidad dura y compleja pueden superarse. Y es así, estudiando, siendo mejores, aspirando a más, siguiendo modelos positivos. Saben que no es “pintarrajeando” paredes que se consiguen los cambios. Eso solo lo pueden creer jóvenes demasiado ingenuos o adultos demasiado oportunistas. Que los hay, de ambos.
Hemos asistido al intento de naturalización de lo que está mal. Por alumnos, por docentes y por políticos de la oposición. Defendiendo en lo público lo que no tolerarían en lo privado. Alentando desde el discurso fácil las acciones que a sus hijos no avalarían. Aplaudiendo como arte lo que considerarían vandalismo si se lo hicieran en su casa. Agobia tanta hipocresía, aburre tanta demagogia.
Decía con acierto Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo que “se da la curiosa paradoja de que, en tanto que en las sociedades autoritarias es la política la que corrompe y degrada a la cultura, en las democracias modernas es la cultura -o eso que usurpa su nombre- la que corrompe y degrada a la política y a los políticos”. Es la foto de América Latina en las últimas décadas. Una sociedad cooptada por quienes hacen de la cultura y la educación una herramienta de adoctrinamiento “gramsciano”, donde hacen carne de cañón de jóvenes con berretines de Che Guevara, útiles a las causas de otros, mientras les hacen creer que pelean por las propias.
Cambiar este rumbo no depende solo de las autoridades de turno. Es la sociedad toda la que debe expresarse. Es el ciudadano quien debe ejercer el acto de rebeldía de ser crítico con quienes hacen de lo que es de todos, terreno para sus batallas. La verdadera revolución es esa, la del respeto y la tolerancia.