Cuando, al regreso de unas mini vacaciones nos quisimos poner al día con el escándalo con el ex intendente Besozzi, lo primero que nos sorprendió fue la escala. O sea, tres años de escuchas telefónicas, donde lo más grave que se descubrió fue un adelanto de 150 mil pesos a un empleado municipal, y el traslado de unos toros dentro de un campo. ¿Eso amerita meter preso en fase de instrucción al principal líder de Soriano? Se ve que en la ausencia, Uruguay “viró” Suecia.
Esto no significa, ni por un momento, justificar irregularidades administrativas por su monto. El tema es que ahora, para que el sistema tenga coherencia, va a haber que ampliar las cárceles, o importar 10 contenedores de tobilleras.
Hablando en serio, este tema deja en evidencia al menos tres problemas serios que padece el país. Y que esta debería ser una buena oportunidad de encararlos, si es que la indignación general tiene algo de honestidad.
El primero es de diseño institucional. La forma en que la Constitución distribuye el poder en los departamentos, con mayorías automáticas en las Juntas, impide que haya verdaderos contrapesos que limiten la autoridad local. El poder de los intendentes es tan grande, que incluso para conseguir mayorías especiales hay formas santas y no tanto de lograr votos. Basta recordar el caso del fideicomiso de Canelones.
Pero, en este caso ha sobrevolado ese desprecio capitalino que tanto domina a los formadores de opinión. Esa visión de que fuera de la capital es todo una especie de Macondo caudillesco. Pero, el problema, más pulido para la sensibilidad de Cordón Soho, está bien presente en Montevideo. De las tres o cuatro veces en que la ex intendenta Cosse fue convocada a la Junta, no asistió ni una. Un gesto de soberbia que no tuvo ningún costo político. Ni que hablar de su manejo presupuestario. Al menos en ese interior tan primitivo, la mayoría de los departamentos tienen rotación en el poder, cosa que en la capital no existe hace 40 años, y no porque haya una gestión que encandile precisamente.
El segundo tema, por lejos el más grave, es lo que ocurre con la Fiscalía. Desde hace ya años esta oficina, que es clave para la confianza imprescindible que debe tener toda la sociedad en el proceso penal, ha perdido la credibilidad de la gente. Y no por culpa de los medios ni de campañas de enchastre, como insisten algunos.
El daño ha sido totalmente autoinfligido. Es obvio hasta para un completo lego, que esa oficina está plagada de divisiones, activismo político, que no da las garantías de custodia de la información privada que se le autoriza a recolectar, y que la mayoría de sus miembros no está preparado para el rol que les asignó el nuevo código.
Difícil identificar qué es peor, si que la fiscal de este caso tuviera decenas de posteos en sus redes de corte fanático frentista, o que algún jerarca haya creído que alguien así podía ocupar semejante cargo. ¿O fue por gusto?
De nuevo, y porque hay gente que marea la pastilla con esto. El problema no es que un fiscal tenga una postura política, todos la tenemos. Pero el tono de sus comentarios es el de un barrabrava más apropiado para acompañar a los que tiraron aquella garrafa en un clásico, que para alguien que es parte del sistema de Justicia.
Por último, este caso vuelve a dejar en evidencia el completo fracaso de la implementación del nuevo proceso penal, en el que muchos (este autor inclusive) apostaron como un cambio trascendental para dar más garantías al sistema. Ahora, en vez de estar en manos de un juez que instruía y procesaba a su gusto, estamos en manos de un fiscal, menos preparado, más caprichoso, y que mete presa gente con todavía menos pruebas de las que se precisaba antes para procesar.
Hay que decir, también, que es incomprensible el rol de los jueces, que parece que le dicen amén a todo a los fiscales. Incluso con barbaridades como esta (nadie puede creer que este caso ameritaba una preventiva, que fue lo que el nuevo código vino a racionalizar). O cuando aquella fiscal quiso requisar el teléfono de Nacho Álvarez para identificar una fuente, en violación a la reserva que garantiza la Constitución. Son apenas dos muestras.
Por último, y aunque estos comentarios nos generan miradas condenatorias en la redacción del diario, hay que decir que es penoso el nivel de ignorancia que el periodismo tiene sobre este nuevo proceso penal (entre otras cosas). Ignorancia que se suele suplir con facilidad de adjetivos y exceso de opinión frívola. Ya ni siquiera se equipara procesamiento con condena como pasaba antes. Ahora se dicta sentencia con una formalización, que en los hechos no significa casi nada. No se toma conciencia que los fiscales no son un ente aséptico estatal, sino un actor interesado buscando un resultado. Y, como queda claro cada vez más, sin la preparación o el equilibrio para cumplir esa función con un sentido mínimo de justicia.
¿Suecia? Más bien, Camerún. Con disculpas a Samuel Eto’o.