En los meses siguientes a la toma de la Bastilla la revolución francesa se convirtió en el gran tema de debate no solo en ese país sino también a nivel internacional, particularmente en los Estados Unidos y el Reino Unido. Thomas Paine, un gran entusiasta, se prodigó en cartas y panfletos públicos defendiendo el cambio radical que se producía en Francia, con la esperanza de ganar adeptos a la causa.
Sabía que la opinión de Edmund Burke era clave para la opinión pública británica y se lanzó a intentar obtener su concurso. Dado que el célebre pensador irlandés había defendido la causa de los colonos americanos, la de los habitantes de la India frente a los atropellos de la Compañía de las Indias Orientales y la de los católicos irlandeses, Paine pensó que también apoyaría a los revolucionarios franceses.
En sus cartas Paine destacaba que Francia sería el ejemplo para otras revoluciones en Europa y destacaba cambios radicales como la eliminación de las provincias francesas, desde su nombre a sus límites, para dividir administrativamente al país en una cuadrícula determinada “latitudinalmente y longitudinalmente”. Como sabemos, Paine no pudo estar más equivocado. Burke, que desconfió del movimiento desde el comienzo rápidamente comprendió los horrores que depararía, y las cartas de Paine lo ayudaron a confirmar su posición, desatando el efecto exactamente contrario al buscado. Lo que a Paine lo deslumbraba positivamente a Burke lo espantaba hasta los tuétanos.
Pese al apoyo masivo a la revolución que existió en el Reino Unido a la revolución, incluido el líder de los whigs, el partido al que pertenecía y del que era una de sus principales voces en la Cámara de los Comunes, Burke comprendió rápidamente el tema y comenzó a manifestar públicamente su opinión. Sabiendo que se colocaba en una posición sumamente impopular, que se enfrentaba a los suyos y a sus enemigos de siempre, no vaciló en expresar su pensamiento con claridad meridiana.
Ya en octubre del mismo año de la revolución Burke le escribió en una carta: “Los elementos que componen la sociedad humana parecen estar todos disueltos, y un mundo de monstruos parece haberse producido en su lugar.” En un debate en la Cámara de los Comunes en febrero de 1790 Burke arremetió con firmeza contra la revolución, pese a la defensa que realizaron tanto el primer ministro tory William Pitt y el líder whig Charles James Fox. La idea de poder “comenzar el mundo de nuevo”, como afirmaba Paine, le resultaba demencial y pensaba que conduciría al terror y a la guerra. La célebre declaración de los derechos del hombre y del ciudadano le pareció un “abuso de principios elementales que habría avergonzado a un escolar”.
En un panfleto público en formato de carta a un amigo francés, como era común en su tiempo, sentenció: “Pueden tener una revolución, pero no una reforma. Pueden haber subvertido la monarquía, pero no recuperado la libertad”.
Con el paso del tiempo y la deriva totalitaria y sangrienta de la revolución el público británico fue poniéndose cada vez más del lado de Burke, que pasó de sostener una opinión casi solitaria a ser la voz del sentido común. Su actuación en ese momento crucial es una muestra formidable del poder del coraje intelectual cuando se defienden principios esenciales aunque todo parezca estar en contra.