La calumnia siempre estuvo ligada a la actividad política. Sin embargo, vivimos una época de ensalzamiento y legitimación de la victimización que potencia la calumnia y deja desprotegido al calumniado.
En otros tiempos la difamación podía tener costos importantes. Ya sea porque estos asuntos terminaban dirimiéndose en el terreno del honor, y guste o disguste había que tener cierto coraje personal y físico para batirse a duelo; o ya sea porque una dura respuesta del difamado podía tener peores consecuencias sociales y personales que la calumnia eructada, lo cierto es que existían ciertas prevenciones y contrapesos que oficiaban de frenos indirectos al bajo impulso de esparcir maledicencias.
Dos ejemplos históricos ilustran aquellos límites a la calumnia en política. El primero, cuando José Batlle insinuó un proceder cobarde de Luis Alberto de Herrera con relación a un episodio de la vida privada del dirigente blanco, y la respuesta cayó inmediata y contundente: Herrera lo retó a duelo. El segundo, cuando en plena campaña de 1971 un diario de izquierda dio a entender que la campaña de Ferreira era pagada por la Esso: la respuesta del candidato blanco habló de los pagos a la madre del director de la publicación, sugiriendo así que aquel no era más que un vulgar hachedepé.
Pero el problema de la calumnia es hoy totalmente distinto. Por un lado, porque hay un air du temps, que se ha extendido con la globalización cultural de origen estadounidense, que acepta como buena la denuncia subjetiva sin más pruebas que un relato acongojado. Se legitima así cualquier narración victimista, que a su vez alimenta fácilmente cualquier campaña difamatoria. Para hundir la carrera laboral de un homosexual famoso, alcanza con inventarle un pasado de excesos a los ojos de cualquier puritano, y tanto mejor si se insinúa alguna derivación delictual: no se aportará prueba alguna, y bastará con un afligido cuento ocurrido hace lustros, inverificable, para procurar dañar así su reputación: fue el caso del brillante Kevin Spacey en el mundo del cine, por ejemplo.
Por otro lado, porque con la democratización de las redes sociales cualquier piojo que aspire a quince minutos de fama o cualquier desequilibrado que adquiera un poco de notoriedad, terminan accediendo a una audiencia enorme y deseosa de escuchar relatos difamatorios contra políticos destacados. Y si se refiere a prácticas sexuales alejadas de las referencias agustinianas, mejor aún.
¿Cómo defiende hoy su buen nombre un discreto homosexual, exitoso en su trabajo, querido por los suyos y valorado como un hombre de bien, de una calumnia que afirme que hace muchos años tuvo un affaire sentimental con un menor de edad? O, ¿cómo defiende hoy su reputación un heterosexual cuarentón felizmente casado y padre de familia, si sale una joven bonita 15 años menor que él a decir que ese hombre la violó hace 10 años en una fiesta de cumpleaños cuando ella era menor de edad, y que no lo había denunciado hasta ahora por miedo al patriarcado?
La instancia de la Justicia, infelizmente, tarda. No protege rápidamente el honor del calumniado que sufre así el escarnio público promovido por quienes se las dan de víctimas, pero que, en verdad, son solo despreciables mentirosos.