Carter, el gran estadista ignorado

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Estados Unidos y el mundo lo habían olvidado. La regla es que los presidentes norteamericanos ganen la reelección y cumplan un segundo mandato, pero Jimmy Carter está en la lista de las excepciones.

Su poder se diluyó principalmente por dos eventos exteriores. Uno fue la toma de la embajada norteamericana en Teherán por parte de fanáticos islamistas que respondían al ayatola Jomeini y que mantuvieron al personal diplomático como rehenes 444 interminables días, durante los cuales hubo una fallida operación de rescate. El otro acontecimiento fue la llamada “crisis de los marielitos”, que implicó el éxodo masivo de cubanos desde el puerto del Mariel, huyendo de la dictadura cuyo líder aprovechó para vaciar las cárceles y los neuropsiquiátricos, agravando el impacto de esa ola humana gigantesca que llegó a Estados Unidos entre agosto y octubre de 1980.

Entre las consecuencias de aquellos acontecimientos, además de reveses como el de su política económica frente a la recesión, estuvo su derrota frente a Ronald Reagan cuando buscó la reelección. Allí comenzó en Estados Unidos la “revolución conservadora” que había iniciado Thatcher en Gran Bretaña.

James Earl Carter Jr. quedó en el olvido y con el sello del fracaso. Sin embargo, su paso por la Casa Blanca dejó marcas enaltecedoras en la historia de los Estados Unidos. Fue un presidente humanista, que buscó en los escenarios de conflicto acuerdos justos como el que firmaron el presidente egipcio Anuar el Sadat y el primer ministro israelí Menajem Beguin, entre quienes medió para alcanzar los Acuerdos de Camp David.

Avanzó en el terreno del control de armamentos nucleares con el tratado SALT II, amnistió a los desertores de la guerra de Vietnam, planteó la necesidad de proteger el Medio Ambiente de la predación humana, se opuso a la segregación de la homosexualidad ampliando derechos y planteando crear una cultura de la tolerancia hacia las diversidades. También se adelantó en enfrentar la burocracia de Washington y los poderes enquistados en los pliegos de la clase política, que casi medio siglo más tarde Donald Trump llamó “Estado profundo”.

Esos poderes ocultos y permanentes consideraban absurdo negociar con el nacionalista Omar Torrijos el cumplimiento de los tratados sobre el Canal de Panamá. Un país diminuto y subdesarrollado no tendía instrumentos para obligar a la superpotencia al cumplimiento de lo acordado casi un siglo antes. Pero Carter resistió en nombre del honor y la respetabilidad de Estados Unidos y, finalmente, el paso interoceánico quedó en manos de Panamá.

Nixon y Kissinger habían propiciado golpes de Estado en el cono sur, pero Jimmy Carter puso a Washington del lado de la defensa de los Derechos Humanos, presionando en ese sentido a las dictaduras de Videla y de Pinochet. Esos generales habrían llevado a la Argentina y Chile a una guerra catastrófica, pero Carter y el entonces presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, avisaron al Vaticano el peligro que se avecinaba y Juan Pablo II, con el cardenal Antonio Samoré, movilizaron su influencia en ambas naciones católicas y la pericia diplomática que permitió impedir un conflicto entre pueblos hermanos.

Esa causa continuó tras dejar la Casa Blanca, a través del Centro Carter y sus mediaciones para evitar guerras o poner fin a conflictos en marcha, y para certificar la transparencia de los actos electorales en países con democracias de baja intensidad o sin democracia. Su último aporte fue certificar el grosero y descomunal fraude perpetrado por Nicolás Maduro en Venezuela.

La muerte de Jimmy Carter fue más noticia por sus cien años de edad que por las huellas positivas con que marcó la historia. Quizá sea reconocido décadas más tarde, como ocurrió con Arturo Ilia y con Alfonsín en Argentina.

Sobre todo porque su muerte ocurrió en la antesala de lo que podría ser el crepúsculo de la democracia con que Estados Unidos nació y se convirtió en superpotencia, a la sombra de una autocracia mesiánica y ultraconservadora, con rasgos de plutocracia, en manos del magnate neoyorquino Donald Trump y de su mega-millonario socio político: Elon Musk.

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