Cuando se analiza la geopolítica global en Occidente suele ponerse sobre el tapete la situación de Taiwán y el peligro de un conflicto cuasi inminente. Que China busque por la fuerza reincorporar a esa díscola provincia a su seno.
La pregunta es si no son los vendedores de armas y otros interesados quienes aprovechan esta situación, para crear tensión e impulsar sus agendas llamando al lobo. Olvidan muchos hechos, ignoran otros o directamente saben muy poco y les importa menos. Repasemos algunos temas:
Durante los primeros años de la presidencia de Franklin D. Roosevelt (*), EEUU brindó un gran apoyo diplomático a China evitando ser conquistada por Japón, lo que finalmente provocó el ataque a Pearl Harbor. Así como a otras posesiones norteamericanas, inglesas, holandesas y francesas en Asia y Oceanía facilitando la entrada de EEUU a la II Guerra Mundial.
Durante dicho conflicto China y EEUU fueron aliados. El abastecimiento al país fue importantísimo y debió superar enormes obstáculos, como las selvas de Birmania y los Himalayas, para establecer un puente aéreo de vital importancia para los chinos.
A medida que los japoneses eran derrotados, se reanudó la lucha para acceder al poder entre los nacionalistas encabezados por Chiang Kai-shek y los comunistas por Mao Tse-tung. Los EEUU simpatizaban con los primeros que tras ser derrotados, su gobierno se refugió en Taiwán, una isla (provincia de China) desde la cual pensaban reconquistar lo perdido.
No hubo entonces ni durante muchos años, ningún atisbo de secesión. Tanto los que controlaban China continental o los instalados en la isla, ambos aseveraban representar a toda la nación. Y “One China” es y sigue siendo la plataforma sobre la que se basa la política de EEUU al respecto.
Terminada la II Guerra, los chinos de Taiwán asumieron la representación de China en la ONU en el Consejo de Seguridad. Posición irritante mientras duró, para las relaciones entre China y los americanos.
En dos guerras posteriores -la de Corea y la de Vietnam- EEUU y China apoyaron por razones ideológicas y geopolíticas a contendientes opuestos. Fueron antagonistas pero siempre cuidaron no enfrentarse directamente. Luego vino Nixon, quien reconoció como contraproducente y peligroso, el ostracismo al que estaba sometido más de un ¼ de la humanidad y ordenó a Henry Kissinger iniciar las gestiones para normalizar las relaciones con China. Se puso manos a la obra y se lanzaron señales subrepticias, buscando un acercamiento. Las respuestas fueron positivas. Coincidía que en ese momento existían grandes tensiones y conflictos fronterizos con la URSS.
Para avanzar se planificó cuidadosamente el viaje secreto de Kissinger a China que dio como resultado el histórico encuentro de Nixon con Mao que despejó el camino al megacambio geopolítico que comenzó entonces.
Los dos líderes querían un acercamiento pero tenían que encarar la anómala situación de Taiwán. Ambos sabiamente decidieron que la mejor forma era patearlo para adelante. A China, una cultura de más de 4.000 años no le importó dejar sin definir ese asunto varias décadas más, siempre y cuando se mantuviese el “statu quo”.
Desde la reunión entre Nixon y Mao máuchas cosas han cambiado. Hoy, los chinos en Taiwán deben están orgullosos del progreso obtenido en el continente. Además, el comunismo ha sufrido una metamorfosis extraordinaria. Hay miles de empresarios multimillonarios, algunos de ellos invitados a ser miembros del partido. El crecimiento de la clase media ha sido enorme y la caída de la pobreza impresionante, igual que la mejora en la salud. Los chinos continentales hoy pueden viajar al exterior, estudiar y progresar. Lo que es distinto es que en Taiwán tienen más libertad para criticar a su gobierno, existen varios partidos políticos. En el imperio hay uno solo.
¿Cómo es eso?
Pues China ha vuelto a ser un régimen imperial y Xi su emperador. A esa inmensa región la administra una aristocracia jerárquica meritocrática, (los antes llamados mandarines) que hoy son los miembros del partido comunista, aunque muy influidos por el legado de los 2500 años de Confucio.
¿Entonces me hago comunista?, pensará más de uno. Pero no es algo tan simple. Es el partido que invita a ser parte, como en la Masonería. Normalmente la organización los observa (unos 80 millones los miembros del PCC) y escoge jóvenes a una edad temprana. Los recluta en el colegio o en la fábrica según su personalidad, capacidad de trabajo y liderazgo. Después les brinda una posición de responsabilidad. Si los elegidos resultan capaces, les ofrecen otro puesto, un desafío mayor en un área que coincida con sus habilidades y orientación; los mandan al exterior a profesionalizarse, ( Xi estuvo dos veces por un buen tiempo en EEUU, en distintas épocas). La élite es toda universitaria. Curiosamente, la gran mayoría son ingenieros (o ingenieras) de distintas ramas.
El partido los mide de acuerdo a su desempeño. Sus miembros pueden descender, quedar estancados o seguir avanzando varios escalones hasta lograr una gobernación, presidir un ente público o un ministerio. La competencia es aguda. Los miran y seleccionan y los más ambiciosos y competentes usualmente llegan a los niveles más altos de la pirámide.
Así es el sistema chino. Durante siglos ha sido la nación más avanzada del mundo. No son creyentes al estilo occidental. Priorizan el orden y la armonía en la sociedad. Nosotros, monoteístas, creemos en la libertad a ultranza, la competencia y el individualismo. La inestabilidad no nos asusta. Ellos la temen.
Eso explica Tiananmén, donde Deng, el gran líder y artífice de los fundamentales cambios que terminaron con el maoísmo colectivista, ordenó avanzar a los tanques, para reprimir lo que más se temía; la anarquía.
Esperemos, por el bien de la humanidad que la época de Mao pase a ser un breve episodio histórico. Un mal recuerdo y que reine la paz.
(*) FDR siempre creyó en el renacer de China como gran y poderosa nación. Napoleón predijo también algo para tener en cuenta: “Cuando China despierte, el mundo temblará”