La mancha en la historia del general

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CLAUDIO FANTINI
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La palabra “primero” se repite en la historia de Colin Powell más veces que en la mayoría de las grandes personalidades de los Estados Unidos.

Su cuerpo aun no se había enfriado y miles de artículos reseñando su vida en diarios del mundo entero, hablaban del primer negro que llegó a consejero de Seguridad Nacional, cuando Ronald Reagan era presidente; el primer negro y el más joven de los militares que presidieron el Estado Mayor Conjunto de las fuerzas armadas cuando el presidente era George Herbert Walker Bush, cuyo hijo más tarde lo convirtió en el primer negro que encabezó la Secretaría de Estado. Además, fue el primer nacido en Harlem y crecido en el Bronx cuando ambas eran las barriadas más peligrosas y marginales de Nueva York, que estuvo en todos esos cargos.
Pero hay otra cosa en la que fue el primero: nadie antes ni después de Colin Powell se arrepintió y declaró su vergüenza de manera pública por lo que hizo como secretario de Estado. Y en esto nada tiene que ver el color de su piel ni su procedencia social. Ningún otro jefe de la diplomacia norteamericana lo hizo.

El general cuatro estrellas que había peleado en las junglas de Vietnam antes de escalar a las cumbres de la jerarquía militar, dijo que haber sostenido en la ONU y otros foros internacionales la falsa certeza de que Saddam Hussein escondía un arsenal de armas de destrucción masiva “es una mancha” en su “historia”.

Ya había dejado la Secretaría de Estado en manos de Condolezza Rice y no pudo esperar que concluyera la guerra que la falacia de las armas de Saddam había justificado, ni que terminara el mandato del presidente que lo mandó a mentirle al mundo. El dictador iraquí era un psicópata al frente de un régimen criminal. Tenía lógica sospechar que escondiera armas químicas, porque las potencias occidentales se las habían enviado para apoyarlo en la guerra que mantenía con el Irán liderado por el ayatola Ruhola Jomeini. Las había usado en ese largo conflicto iniciado cuando Saddam ocupó zonas en litigio sobre el estuario del Shat el-Arab. Resultaba inconcebible que hubiera destruido esas armas sin la presencia de observadores internacionales que lo verificaran. Pero los argumentos lucubrados por el vicepresidente Cheney y el secretario de Defensa Rumsfeld para presentar como certeza lo que a lo sumo era una sospecha, eran mentiras. Y el general Powell los repitió como un disco rayado en la antesala de la invasión norteamericana a Irak.

Incluso cuando el equipo encabezado por el experto sueco en rastreo de armamentos, Hans Blix, tras haber recorrido de punta a punta el país del Golfo concluyó que no había arsenales de destrucción masiva, la Casa Blanca, el Pentágono y la Secretaría de Estado mantuvieron la patraña en pie para sostener la decisión de invadir Irak.

Como jefe del Estado Mayor Conjunto de Bush padre, Powell le había dado a Estados Unidos una victoria sin precedentes por la pocas bajas propias, en la guerra para liberar Kuwait de la invasión iraquí. Pero como secretario de Estado avaló una operación desastrosa. El gigantesco error de Rumsfeld y del subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz al ordenar a Paul Bremer, esa suerte de virrey que habían puesto en Bagdad, que desarmara y disolviera el ejército iraquí, convirtió a ese país en el agujero negro que engendró milicias fanáticas, causando una guerra inmanejable.

El error de invadir a Irak debilitó también la operación norteamericana en Afganistán. Y Powell, que había ordenado al general Norman Schwarzkopf liberar el emirato kuwaití pero sin avanzar hasta Bagdad ni ocupar Irak, entendió la gravedad de la falacia sobre las armas químicas mucho antes de que la invasión ordenada por Bush hijo provocará una cadena de desastres que llega hasta estos días.

Su arrepentimiento también tuvo que ver con los apoyos públicos que dio a la candidatura de Obama y, más tarde, a la de Biden en la elección para destronar a Trump.

Probablemente, ante la bochornosa retirada norteamericana de Afganistán, el general Powell se arrepintiera también de haber rechazado postularse a la presidencia cuando la exitosa operación Tormenta del Desierto lo catapultó a favorito en muchas encuestas. Si él hubiera estado en el Despacho Oval, en lugar de George W. Bush, es probable que la invasión de Irak con el argumento de las armas químicas no hubiera ocurrido.

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