Si bien la retirada norteamericana de Afganistán fue una derrota y la forma de ejecutarla implicó una catástrofe humanitaria, la decisión de Joe Biden tiene lógica política.
No es cierto lo que dijo el jefe de la Casa Blanca sobre la total inutilidad de la presencia militar norteamericana en ese país centroasiático. Situado entre Irán y China, dos adversarios de distintos calibres que tiene Washington, contar con bases en Afganistán posee un alto valor geoestratégico. Incluso la desafiante Rusia de Vladimir Putin y también Pakistán, el país que incubó al movimiento talibán, ocultó a Osama Bin Laden en Abodabad y siempre juega a varias puntas en el turbulento tablero regional, le dan al territorio afgano un valor estratégico especial para Estados Unidos.
Los norteamericanos no suelen irse de los territorios en los que ganan guerras. La inmensa base que conservó en Okinawa tras la guerra con Japón, es una prueba. También las bases que tiene en Alemania, Corea del Sur y Filipinas, donde el presidente Rodrigo Duterte intenta poner fin a los acuerdos heredados de la guerra decimonónica contra España y de la Segunda Guerra Mundial.
Si se fueron de Afganistán es porque consideraban que era más lo que perdían que lo que ganaban. Y hace varios años que habían llegado a esa conclusión. Es cierto lo que dijo Biden sobre la inutilidad de la presencia en tierra cuando se puede realizar la guerra desde el aire, pero eso no disminuye las ventajas geoestratégicas señaladas.
El presidente norteamericano convalidó un estropicio moral por abandonar a millones de afganos, incluyendo cientos de miles de aliados locales. Y tiene responsabilidad en la catástrofe humanitaria que implicó la retirada tal como se hizo. Pero hay otro ángulo de observación desde el cual se ve claramente la lógica de la decisión de Biden. Ni bien la administración Trump acordó la retirada en las negociaciones realizadas en Qatar, los talibanes salieron de sus feudos en el sur y comenzaron a avanzar aceleradamente. Cuando la administración anterior cumplió las primeras evacuaciones de tropas, el avance talibán se aceleró. Ya por entonces, la decisión que le quedaba a Biden no era si completar o no la retirada pactada por Trump, sino completar esa retirada o, por el contrario, revertirla enviando más contingentes militares con la orden de que salgan a buscar y combatir a los talibanes. Y esa decisión hubiera chocado con lo que pretendía la sociedad norteamericana desde hace varios años: salir de una vez por todas de Afganistán.
No había margen político para revertir la retirada reforzando la presencia militar. En Estados Unidos, esa guerra era una causa políticamente agotada.
Los marines ganaron todas las batallas, pero eso es irrelevante en un conflicto de baja intensidad. Habrían vencido si lograban extinguir a los talibanes o si lograban que el gobierno y el ejército que armaron financiaron y protegieron, se consolidaban como poder estable y con capacidad de resistir por sus propios medios. Pero como el gobierno local y su ejército se desmoronaron carcomidos por su corrupción e ineptitud, los norteamericanos se retiraron vencidos.
Falta ver si en Estados Unidos prevalecerá está mancha sobre la imagen del presidente, o si la limpiará en los próximos meses y años el efecto que tendrá en la economía norteamericana la retirada que ordenó.
La presencia en Afganistán costaba U$S 300 millones diarios. Que semejante sangría de dinero se interrumpa podría tener en la economía, de acá en más, efectos positivos que terminen fortaleciendo la imagen de Biden en su país.
La etapa iniciada con la derrota estadounidense puede tener capítulos impensados y desopilantes. Si en el nuevo régimen se imponen los talibanes de línea dura y pactan con ISIS-K, es posible que Pekín, Moscú y Washington se vean obligados a colaborar entre ellos para evitar otro agujero negro que supure yihadismo, como ocurrió con el emirato del mullah Omar. China no quiere que en Afganistan adiestren a miembros del Movimiento Islámico del Turkmenistán Oriental que alimenta el separatismo de los musulmanes uigures en Xinjiang, ni Rusia quiere que vuelvan a entrenar islamistas caucásicos para retomar la lucha independentista en Chechenia, Ingushetia y Daguestán.
Si por el contrario, bajo líderes como Abdul Ghani Baradar, los talibanes cumplen su promesa de moderación y mantienen su guerra contra Isis-K, es posible que Washington termine colaborando con ellos. Parece absurdo, pero en determinadas circunstancias una alianza entre norteamericanos y talibanes es posible, incluso inevitable.
Tampoco sería totalmente novedoso. En definitiva, si Biden supo que ISIS-K planeaba atacar a los marines en Kabul y pudo bombardearle un bunker como represalia por la masacre en el aeropuerto, fue por contar con información y coordenadas de ubicación que sólo pudieron darle los talibanes.