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En la película de Emir Kusturica, el personaje esconde en un sótano a una familia entera para protegerla de los nazis, y la pone a fabricar armas para luchar por la liberación de Yugoslavia de sus opresores hitlerianos
Pero 20 años después, habiendo terminado hace tiempo la guerra, los protegidos en el sótano seguían produciendo armas porque su protector les decía que el país seguía ocupado por los nazis.
Tanto los habitantes de esa porción del territorio de Moldavia que está en manos de separatistas pro-rusos que la llaman Transnitria, como los de muchas ciudades del Este de Ucrania y los de la propia Rusia, se parecen a la familia del sótano de Underground, la historia que escribió Dusán Kovacevic y dirigió Kusturica en 1995.
Vladimir Putin logró en la realidad lo que el delirante poeta Marko Dren lograba en la ficción: convencer a gente desprovista de información que él estaba luchando contra los nazis.
Muchos habitantes del Transdniester moldavo controlado por pro-rusos, y de las ciudades del Este de Ucrania, esperan que los rusos vayan a salvarlos del nazismo ucraniano y recitan el mantra de que el ejército ruso está realizando la “operación especial” para liberar ese país de los nazis.
Lo mismo repiten como disco rayado los medios de comunicación de Rusia y todo los dirigentes y referentes que no quieran terminar encarcelado como Alexei Navalni y tantos activistas y manifestantes que hablaron de “guerra” y de “invasión”, o acribillado a balazos como Boris Nemtsov o como la periodista del portal de investigación The Insider, Oksana Baulina, asesinada por soldados rusos en los suburbios de Kiev.
Incluso en el resto del mundo hay dirigencias y militancias de izquierdas y derechas fascinadas con Putin que sintonizan la realidad paralela creada y difundida por los aparatos de propaganda del líder ruso.
Vladimir Putin se parece a esos soldados japoneses que envejecieron ocultos en selvas del sudeste asiático, convencidos de que la guerra continuaba. La diferencia es que el jefe del Kremlin no cree en las fórmulas totalitarias que hace diseñar por expertos propagandistas formados en el totalitarismo soviético.
En todos los países centroeuropeos hay residuos tóxicos de nazismo. También en países que, como Ucrania y Finlandia, en la Segunda Guerra Mundial aprovecharon la Operación Barbarroja (invasión de Alemania a la Unión Soviética) para saldar cuentan pendientes con Moscú. Por caso, los finlandeses intentaron sin éxito recuperar los territorios perdidos en la Guerra de Invierno, que les impuso Stalin en 1939 para apropiarse del istmo de Carelia.
En el caso de Ucrania, esos resabios tóxicos se ven incluso en fuerzas paramilitares que terminaron integradas al ejército, como el Batallón Azov. Pero describir al gobierno y a las Fuerzas Armadas de Ucrania como nazis, es incursionar de lleno en el absurdo. Hablar de “operación para desnazificar” es mentir de manera delirante. Esos niveles lisérgicos de satanización de lo que se pretende destruir, corresponden al totalitarismo.
Putin no es comunista ni su régimen despótico, aún en la agudización autoritaria que comenzó con la invasión, llega a ser totalitario. Pero el manejo que hace de la propaganda evidencia su formación dentro del KGB: uno de los instrumentos claves del totalitarismo soviético.
Los yihadistas del ultra-islamismo llaman “cruzado” a cualquier ejército occidental que los ataque en tierras musulmanas, como reflejo propagandístico de las cruzadas medievales. Un reflejo similar y aún más disparatado hace que los grandes medios de Rusia se hagan eco de Putin describiendo nazismo y “nazificación” en los países ex soviéticos que rechazan la gravitación de Moscú, algo que muchos simulan creer por temor al líder ruso, aunque perciban como una burda patraña.
El objetivo es convertir a poblaciones enteras en la familia que el desopilante Marko Dren mantuvo durante veinte años en un sótano, para protegerla de los nazis.