Sin la paciente labor investigativa y la determinación de algunos periodistas del Boston Globe, ninguna de las aberraciones que luego se denunciaron hubieran tomado estado público.
La película Spotlight (En Primera Plana) al estrenarse causó tremendo impacto. Nadie que fue a verla salió indiferente de la sala. Allí se conjugaron dos asuntos fermentales. Por un lado quedó en evidencia la importancia de la prensa independiente como actor indispensable para el resguardo de los derechos humanos y la aplicación de la ley.
Sin la arriesgada publicación del Boston Globe los actos denunciadas nunca se hubieran conocido, dadas las presiones a favor de mantener el oscurantismo por parte del establishment religioso.
Salieron entonces a la luz prácticas sexuales, incluidas violaciones, infligidas a niños y adolescentes por decenas de religiosos durante décadas, amparado su accionar por el secretismo cómplice de las autoridades de la Iglesia católica, en este caso en Massachusetts, Estados Unidos.
No les fue nada fácil a los periodistas traspasar el mu-ro de silencio que rodeaba a ciertos curas sospechados, los cuales a ojos de sus inocentes víctimas eran vistos seguramente como almas superiores. O simplemente, personas que desde su lugar de poder se imponían sobre los alumnos que dependían de ellos, para así dar rienda suelta a su perversión, sometiendo a criaturas desvalidas, dependientes de la Institución que los acogía y de los prelados.
Cual sabuesos, los reporteros lograron atravesar la densa niebla que envolvía también a las propias víctimas, ya fuera por temor, por vergüenza o tan profundamente heridas que se resistían a revivir los fantasmas del pasado.
El cine es una importante caja de resonancia que permite llamar la atención sobre injusticias y abusos y no faltó algún film cuyo argumento se aventuró entre la ficción y la denuncia, como lo fue el de una monja protagonizada por la excelente actriz Merryl Streep.
El personaje empieza a sospechar que ocurrían cosas turbias con el sacerdote de rango superior, con jurisdicción en dicha abadía. Cuando al fin logra probarlo, la sanción que recibe el sacerdote en cuestión, no es otra que su transferencia a otra parroquia. Una acostumbrada reacción por parte de las jerarquías, que solo servía para tapar el ojo al tiempo de trasladar el problema a otro lugar y a otros potenciales damnificados.
La libertad de expresión, la globalización y el vertiginoso avance de las comunicaciones de nuestro tiempo han abierto las compuertas. Hoy es mucho más dificultoso ocultar como en otras épocas, obscuros secretos a cal y canto y la caja de Pandora comenzó a destaparse. La Corte Suprema de Pennsylvania hizo público un tremendo informe en el cual se confirmaba que 300 religiosos habían abusado de niños a lo largo de 70 años. Se pudieron identificar unos 1000 casos, aunque la impresión de que probablemente quedarían por ahí muchos otros degenerados quedó flotando.
Se trató de una de las investigaciones sobre abuso infantil más amplia en la historia del catolicismo en EE.UU. Los damnificados que declararon ante el gran jurado tenían en ese momento entre 50 y 83 años. El fiscal general, Josh Shapiro, resumió lo sucedido en una frase que resonó poderosamente. "Ahora sabemos la verdad y pasó en todos lados". Como en el juego del dominó, se fueron descubriendo graves sucesos en Nueva York, Los Ángeles, Chicago y otras ciudades. Pero no solo en ese país sino en muchos otros se supo de hechos semejantes como en Austria, Alemania, Irlanda, Italia, España, Australia, India y México, donde el cura Marcial Maciel fundara el tristemente conocido grupo de los Legionarios de Cristo.
Han sido tan abundantes los escándalos, (aunque la Santa Sede argumentara que las denuncias eran antiguas y no del presente) que no se puede hablar de hechos aislados o fortuitos, sino de un problema estructural profundo, a ser corregido de raíz.
Felizmente en los últimos años se notan progresos en el abordaje de esta temática. Por ejemplo, el arzobispo de Gdansk, Polonia, optó por retirarse tras ser acusado de negligencia ante las denuncias sobre abuso y se dictaminó que no podría vivir dentro del territorio de la arquidiócesis de la ciudad, además de exigírsele el pago de una suma apropiada a un fondo de ayuda para las víctimas de abuso.
Asimismo, hay que tener presente que la pedofilia no se creó con la iglesia católica. Que no hayan salido al aire relatos de esta clase desde el seno de otras religiones, en absoluto significa que estén libres de ellos.
Pero en lo que concierne al celibato exigido por la religión católica, cabe la pregunta de si no debería ser revisado por lo antinatural de unos votos que suponen la represión de los instintos sexuales. Aun cuando es sabido que las desviaciones de este tipo no solo ocurren dentro de los muros eclesiásticos.
Ante el cúmulo de evidencias, el Vaticano tuvo que reaccionar, más allá de que sea mucha, muchísima, la gente buena, dedicada la vida entera a lo religioso, al prójimo y a hacer el bien.
El cambio comenzó tímidamente con Benedicto XVI y continuó con el Papa Francisco. Las manifestaciones de protesta durante su visita a Chile por haber apañado al cuestionado Obispo de Osorno es posible que hayan sido un fuerte llamado de atención.
A partir del 2007 empezó la revisión del Código Canónico y del Libro VI donde recién ahora en el siglo XXI, le ha sido incorporado el delito de pedofilia que sorprendentemente no figuraba, así como las penas correspondientes. Un giro tan necesario como esperado. En febrero del 2019, tras conocerse un lapidario informe sobre el excardenal norteamericano McCarrick, acusado de agresiones sexuales, el Papa Francisco se comprometió en nombre de la Iglesia “a arrancar ese mal”. Este demorado pero bienvenido “aggiornamento” puede convertirse en su gran legado, aun frente a aquellos que no concuerden con sus actitudes y puntos de vista de tono político o sus enfoques económicos.