Por segunda vez, lo que se juega en las urnas norteamericanas es el sistema político. Cuando Donald Trump debutó en política venciendo a Hillary Clinton tras haber triunfado en las primarias del Partido Republicano, se trataba de un outsider conocido que despotricaba contra los vicios de la política tradicional y la decadencia de la clase dirigente.
Pero cuando enfrentó a Joe Biden se convirtió en el primer mandatario norteamericano que intentó cometer un fraude sobre la marcha del escrutinio, apretando funcionarios estaduales como Brad Raffensperger, para que cambie el resultado en Georgia.
A renglón seguido, Trump pasó a ser el único presidente de la historia estadounidense que alentó a una violenta multitud para que tome por asalto el Capitolio y destruya el resultado de la elección que lo sacó de la Casa Blanca. Un intento liso y llano de golpe de Estado que causó cinco muertes y una mancha en los largos siglos de existencia de la democracia americana, que prácticamente empezó a gestarse en las asambleas legislativas que se realizaban desde 1630 en las colonias de Nueva Inglaterra.
Ahora es Kamala Harris la encargada de defender la continuidad de un sistema político que tiene siglos y que llevó a Estados Unidos hasta el rango de superpotencia mundial económica y militar. De tal modo, lo que se juega en las urnas este martes es la continuidad de lo existente o su reemplazo. Si el gobierno norteamericano sigue siendo un Estado de Derecho, en el que el presidencialismo está fuertemente limitado por el Poder Legislativo y por la Corte Suprema de Justicia, o se convierte en un régimen autocrático con un líder personalista y mesiánico, apoyado en grandes empresas monopólicas situadas por encima de las instituciones de la república.
Es lo que intentaría el propio magnate neoyorquino con su aliado Elon Musk, el empresario más rico del mundo que, en una nueva administración Trump, se encargará de rediseñar el Estado.
Durante su mandato comenzó a alterar la tradicional composición del Poder Judicial, donde siempre hubo equilibrios entre jueces supremos progresistas y jueces supremos conservadores. La Corte que dejó es marcadamente conservadora.
La idea que el candidato republicano tiene del presidencialismo, se parece más a la autocracia rusa que a las democracias noroccidentales. Lo ha planteado de manera explícita el propio magnate neoyorquino desde los debates con los demás precandidatos en las primarias republicanas.
Trump aspira a ser la versión norteamericana de Vladimir Putin, ergo, se identifica con el autoritarismo ultraconservador del presidente ruso. Por eso a este proceso electoral, como a ningún otro en la historia, lo sobrevolaron dos sombríos interrogantes: ¿puede Estados Unidos convertirse en una dictadura? ¿será el de Trump un liderazgo abiertamente fascista?
No está claro si lo intentará nuevamente y si esta vez podrá transformar de fondo la república norteamericana. Tampoco si, una vez más, se lo impedirá la solidez institucional y la resistencia que le opusieron a sus instintos autoritarios desde el vicepresidente Mike Pence hasta los jefes militares y su jefe de Gabinete de la Casa Blanca, John Kelly, quien ha descripto las ideas de Trump como abiertamente fascistas. Lo que está claro es que eso es lo que hay en su cabeza.
Lo que tiene para ofrecer Kamala Harris no parece mucho. No es la comunista mediocre y negligente que describe su oponente ultraconservador, pero tampoco ha mostrado acercarse al destello de talento con que brillaron John Kennedy, Bill Clinton, Barack Obama y el propio Joe Biden hasta que la edad le trajo nubes y lagunas mentales.
La de Harris ha sido una vicepresidencia gris. Sus discursos muestran una mujer inteligente y preparada, pero no una brillante intelectual ni la dueña de un liderazgo creativo de los que fortalecen un gobierno enriqueciendo la democracia. No obstante, lo que parece demandar este tramo tan complejo de la historia no es un estadista equivalente a lo que fueron Theodor Roosevelt y su primo en quinto grado Franklin Delano Roosevelt, ni una versión estadounidense de Winston Churchill o de Angela Merkel.
A Kamala Harris la historia parece demandarle, simplemente, impedir que un autócrata amoral y patológicamente ególatra, con escasa cultura y nula sensibilidad con lo humano, vuelva a intentar desde la Casa Blanca lo que intentó aquel trágico 6 de enero: destruir el Estado de Derecho para reemplazar la democracia por un régimen ultraconservador sin antecedentes en Estados Unidos.
Una plutocracia de empresas monopólicas que disponen de un CEO autoritario en el Despacho Oval. O sea, llevar a los norteamericanos a la dimensión desconocida.