Creencias suntuarias

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jorge grÜnberg
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La educación no es una ciencia exacta y por lo tanto no existen respuestas óptimas a los problemas educativos. Siempre existen múltiples opiniones válidas sobre las cuestiones educativas.

Por ejemplo, un sistema educativo puede ser de excelente calidad si las escuelas son predominantemente públicas (como en Francia o Finlandia) o si son privadas (como en Gran Bretaña u Holanda).

Los resultados educativos de un país pueden ser muy buenos cuando utilizan computadores en las escuelas (como Japón o Australia) o cuando no los utilizan (como Estonia o Taiwán). Algunos países logran buenos resultados de aprendizaje manteniendo grupos reducidos (menos de 20 alumnos por docente) como Bélgica o Finlandia, pero Singapur o Corea logran iguales o mejores resultados con grupos de 35 alumnos.

Pero es importante notar que no todas las opiniones son igualmente válidas, intelectualmente honestas o utilizables. Poca gente se siente capaz de opinar sobre neurocirugía, sobre los riesgos del hidrógeno verde o sobre las ventajas de la computación cuántica. Pero se generan cataratas de opiniones sobre la educación por competencias, la formación docente o las mejores formas de evaluación. Un debate democrático y útil sobre un tema trascendente como la educación requiere filtrar el ruido de la señal.

Una de las más perniciosas formas de ruido argumental es el sesgo ideológico, la tendencia a considerar como válidas solo las informaciones consistentes con nuestros prejuicios. Por ejemplo, si pensamos que la policía es violenta por naturaleza, tenemos propensión a aceptar como válidas informaciones sobre supuestos abusos policiales, aunque la fuente sea dudosa, la descripción descabellada y los videos muestren lo contrario. Cuanto más profundos nuestros prejuicios más disparatadas las informaciones que estamos dispuestos a aceptar y retransmitir.

Estos mecanismos siempre existieron en la sociedad humana, pero en la era de las redes sociales han amplificado su impacto llevando a conductas aberrantes como las campañas de fake news o la cultura de la cancelación.

Por ejemplo, si creemos dogmáticamente que “todas las escuelas deben ser públicas”, no importa si existen escuelas privadas con buenos resultados que benefician a alumnos de contextos carenciados. Lo importante es que se desvían de nuestra norma y por eso son inaceptables. El prejuicio espejo es que “siempre las escuelas privadas son mejores”. En este caso no importa que muchas escuelas públicas tienen mejores resultados que algunas escuelas privadas para alumnos de la misma extracción sociocultural o que en algunos lugares del país no existen escuelas privadas.

Una forma relativamente novedosa de toxicidad argumental son las “creencias suntuarias”.

Estas son creencias que otorgan prestigio social a los creyentes pero que no requieren que éstos asuman los costos de sus recomendaciones. Pongamos el caso de los defensores de la sostenibilidad que abogan por las ciclovías. Muchos de ellos viven cerca de su trabajo o trabajan remoto. No tienen que pedalear una hora y media en la madrugada todos los días para llegar a su trabajo sino quizás 15 minutos al mediodía dos veces a la semana. Es un caso ilustrativo de una creencia que brinda prestigio social a creyentes que no tienen que asumir los costos de la misma.

Las creencias suntuarias son especialmente perjudiciales en la discusión educativa. Estas creencias han llevado, por ejemplo, a que la conducta disruptiva de algunos alumnos no sea frenada y erradicada sino tratada en innumerables comités de convivencia llevando a que la mayoría de los alumnos y docentes se sientan inseguros y sus clases interrumpidas.

Cuanto más profundos nuestros prejuicios más disparatadas las informaciones que estamos dispuestos a aceptar.

Muchos de los que impusieron esta forma permisiva de tratar las conductas disruptivas envían a sus propios hijos a escuelas donde estas conductas son excepcionales, y si aparecen, son tratadas de forma rápida y tajante.

Similarmente la aversión a los altos niveles de exigencia, porque “estigmatizan” a alumnos de bajo rendimiento, viene en gran medida de padres cuyos hijos asisten a colegios de doble horario con altos niveles de exigencia y donde culminar bachillerato y la universidad son parte de la norma.

La discusión sobre vouchers es ilustrativa. En nuestro país funciona un sistema de vouchers para la salud desde hace muchos años. El usuario elige la mutualista privada de su preferencia y el Estado paga la cuota. Sin embargo, muchas de las mismas personas que impulsaron este sistema se oponen a que se aplique en la educación. Nótese que existen argumentos técnicos atendibles a favor y en contra de los sistemas de vouchers, pero en este caso lo destacable es la incoherencia (y amoralidad) de la creencia de que algunos tienen derecho a elegir escuela y otros (los más pobres) deben conformarse con asistir a la escuela que le asignen.

Muchos de los que vetan los vouchers ejercen rutinariamente su derecho a elegir la escuela de sus hijos y los envían a liceos privados o a instituciones públicas seleccionadas por su alto nivel.

La educación es una actividad multifacética y multidisciplinaria. No existen fórmulas ni recetas preparadas para diseñar un sistema educativo que garantice un acceso equitativo y excelentes resultados de aprendizaje para todos los que quieren hacer el esfuerzo. Por eso, construir o mejorar un sistema educativo requiere una apertura a una amplia gama de opiniones y recomendaciones.

Pero este proceso justamente por su apertura y amplitud debe realizarse con un espíritu crítico que lo preserve de los prejuicios, falsedades y sesgos que ven la educación como otro bastión cultural a conquistar y no como una plataforma para impulsar sociedades más justas y más prósperas.

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