Los motores empiezan a calentarse a medida que la campaña electoral avanza. Se escucha mucho ruido en filas coloradas al ir consolidándose los grupos que acompañarán una lista u otra. Hay roces o quizás celos, es verdad, producidos por el retorno de Pedro Bordaberry, pero el liderazgo del candidato Andrés Ojeda no está bajo cuestión. Al contrario, parece provocar entusiasmo.
Es en filas blancas donde por momentos se filtra un clima de disconformidad “existencial” que para entenderlo habría que ser blanco, y no solo blanco sino de aquellos que se definen como “de pura cepa”: militantes intransigentes, poco tolerantes e hipercríticos, de los que creen que por tener una pertenencia histórica casi son dueños del partido.
En la convención nacionalista realizada el anterior fin de semana, con la excepción de un único convencional, los 442 presentes apoyaron la fórmula presidencial de Álvaro Delgado y Valeria Ripoll.
Una votación de tales características podría dar por resuelto el diferendo si es que había uno. Sin embargo, para muchos de esos blancos, tanto Delgado como Ripoll les hacen ruido.
Son los que se quejan de que Delgado no es Lacalle Pou. Habría que aclarar las cosas y decirlas como son. Ni Delgado, ni Ojeda, ni Orsi, ni Cosse, ni Mieres son como Lacalle.
El presidente ejerce un liderazgo innegable, muy completo, que implica el despliegue de diversos talentos políticos, como pocas veces aparece en la vida política de un país. Son casos excepcionales, llamativos, que están por encima de la media y que un país puede vivir años sin tenerlos y sin que eso sea un problema.
Delgado es un político experimentado, con trayectoria, que fue mano derecha de Lacalle en el Parlamento y ahora en Presidencia. Es un político que sabe hacer su trabajo, quizás no sea el más fascinante candidato pero sin duda se desempeñaría bien como presidente.
Por lo tanto esa queja de que no es lo mismo, proveniente de los blancos más duros del cerno del partido, está dañando sus perspectivas y lo que es más grave, está perjudicando a los que quieren un segundo gobierno coalicionista.
El otro foco de resistencia entre los blancos “de pura cepa” es la candidata a vicepresidente. Como fue sindicalista y de izquierda, no compran su conversión y si bien se resignan a tenerla en el fondo se resisten a aceptarla. Esto está complicando lo que debería ser una fluida campaña. La resistencia contamina el clima y aleja a posibles votantes. Visto de afuera es obvio preguntarse qué se gana con esa actitud.
Días pasados presencié un intercambio entre dos votantes blancos. Uno se preguntaba qué podía pasar si las circunstancias llevaran a que Ripoll presidiera el país. El otro, con un dejo irónico le dio la razón y argumentó: “Sí, claro, mejor sería que gobierne Orsi, Cosse, Olesker y Andrade”. La discusión terminó ahí.
Sin embargo algunos prefieren la salida suicida. El problema es que esa salida mata a muchos otros. Hoy cada partido de la Coalición tiene una responsabilidad añadida. Por cierto, debe intentar el mejor resultado posible para sí mismo pero a la vez está obligado a contribuir a la buena marcha del conjunto de la coalición.
Es bueno que con Ojeda a la cabeza y con la incorporación de Bordaberry, el Partido Colorado aumente finalmente su caudal electoral, pero sería ilógico que eso sea a expensas del partido Nacional. La lógica electoral de quien quiere vencer debería ser que los dos crezcan en votos. Que uno suba para restar al otro es correr el riesgo de perder.
El senador Jorge Gandini en una entrevista publicada por este diario hace unos días, hace una lúcida defensa del rol que puede jugar Ripoll. Sin embargo sobre el final de la nota, le asigna la tarea de acercar votos mostrándose más progresista que Cosse. Es de suponer que el progresismo de Cosse, justamente ese, no es el que los votantes coalicionistas quieren para gobernar al país. Por eso mismo Ripoll se alejó de sus filas en un proceso más largo de los que algunos creen, ciertamente interesante y genuino. En todo caso, su rol es acercar los votos de gente que creyó en Cosse pero ahora está decepcionada no solo con ella, sino con la visión política que ella representa. Hay mucha gente en esa situación.
Lo curioso es que ese anticlima se da sobre el final de un gobierno que al hacer el balance, es decir al contrastar aciertos y errores, muestra buenos resultados. Fue un gobierno complejo porque se sostuvo sobre una coalición de cinco partidos con perfiles, propuestas y visiones diferentes. Sin embargo funcionó y mucho de lo que se propuso se logró.
El electorado tiene sus humores y puede ser sensible a las señales que observa. Pensará sin duda, que este gobierno merece una segunda oportunidad porque en muchos sentidos mejoró su calidad de vida y le empezó a dar un buen rumbo al país.
Pero si los militantes más cercanos, los de “pura cepa”, complican las cosas con sus intransigentes reparos, carentes de buen tino político, las posibilidades de un triunfo se vuelven dudosas.