Y debería hablarse bastante más. Cada vez que tiro el tema en esta columna recibo críticas de algunos lectores fieles. Descreen que el Estado deba invertir en cultura porque identifican eso con rentar amigos políticos. Reaccionan con razón a ese paradigma colectivista de los artistas sostenidos por recursos públicos, que cobran sueldos por servir a la causa ideológica dominante. Durante todo el período de gobierno se les mima con contratos y privilegios, de manera de aprovechar luego su popularidad para persuadir a sus fanáticos, cuando lleguen las elecciones.
Para otros, la política cultural consiste en rescatar las tradiciones nacionales, en un ejercicio de reverencia histórica que tiene su parte positiva, porque defiende valores que la globalización intenta extinguir, pero también encapsula a la cultura privándola de las influencias que la enriquecen.
La verdadera política cultural no tiene que ver ni con lo uno ni con lo otro. Es la argamasa que une a la comunidad, en torno a referencias estéticas comunes, que provienen de la tradición y evolucionan a partir de la interculturalidad, es decir, las influencias recíprocas de distintas comunidades que se integran e intercambian costumbres y valores.
Del mismo modo que a un medio de información responsable le compete filtrar las noticias que llegan en torrente, para separar la paja del trigo y las falsedades de la verdad, a la conducción del Estado le compete una acción enérgica en defensa de una mayor integración cultural, signada por la pluralidad estética y la formación del espíritu crítico.
Cuando uno habla de estas cosas parece estar teorizando, pero su aplicación práctica es de primera importancia a la hora de mejorar la convivencia.
Así lo entendieron en la Medellín de los años 90, por entonces la ciudad más violenta del mundo, cuando resolvieron construir los llamados “parques biblioteca” en los barrios populares y mantenerlos abiertos las 24 horas y los 7 días de la semana, para dar otras alternativas a jóvenes cuyo destino casi inevitable era la vida delictiva.
Así lo comprendieron también en la capital de Islandia, cuando lograron combatir las adicciones de los jóvenes al alcohol y otras drogas, a través de la asignación de un bono cultural que les permitía asistir gratis a una escuela de formación artística o un club deportivo.
El goce de los derechos culturales, tanto en su faz formativa como recreativa, estimula la creatividad, el ansia de conocimiento, la integración grupal y la capacidad de solucionar problemas. Al sistema político corresponde dar a los adolescentes una alternativa más interesante que cumplir abúlicamente con la currícula educativa y después sentarse en el murito a fumar un porro. Hay que trabajar fuertemente en actividades extrahorario donde los chiquilines puedan dar rienda suelta a sus ganas de crear y unirse tras objetivos comunes.
El próximo 10 de octubre, en la Sala Nelly Goitiño se realizará la final del Festival de Clubes de Arte, la tercera edición de una iniciativa que impulsamos desde el MEC y ANEP, que viene movilizando a miles de estudiantes de liceos públicos de todo el país. Inventan colectivamente espectáculos breves con base en sus propias inquietudes, en un espacio creativo no reglado: historias originales sobre el amor, la relación entre padres e hijos, la diferencia de vivir en el interior a hacerlo en la capital, la crisis vocacional, la depresión… La multiplicidad de temas que abordan es bien distinta al lugarcomunismo monotemático de la cultura carnavalera.
En los Clubes de Arte hay un buen ejemplo de política cultural, como lo hay en el estímulo público a la circulación de artistas y docentes por los 19 departamentos, elegidos no a dedo sino en base a convocatorias abiertas, con jurados plurales.
Este gobierno ha trabajado mucho y muy bien con el objetivo de democratizar la cultura, poniéndola al servicio del mejoramiento de la convivencia, y revalorizar a los creadores nacionales. Por eso es particularmente patético leer en las Bases Programáticas del Frente Amplio que “la derecha desarrolló una acción devastadora contra la cultura, dejando un funesto legado que perdura hasta el día de hoy. La dominación cultural fue y sigue siendo un elemento central para la funcionalidad del régimen que caracterizamos como neoliberal”. Después publicaron un documento titulado “Prioridades para gobernar Uruguay”, que es lo que presentaron en la Plaza de Toros de Colonia del Sacramento, y a lo largo de sus 29 páginas no hay ni una sola mención a política cultural de ningún tipo.
Vale la pena comparar propuestas de los diferentes programas partidarios en una próxima nota.
Ni blancos, ni colorados ni independientes restan importancia a un área central de la vida nacional que, aunque no aparezca entre los temas que desvelan a los uruguayos según las encuestas, es una herramienta fundamental para atenuar las formas de marginación que tanto afectan en el plano de la seguridad pública.