Debates y temores

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El primer debate presidencial de la modernidad, recordado como tal, se dio, primero como ensayo en los EEUU en 1858, por un puesto en el Senado de ese país, entre Abraham Lincoln y Stephen Douglas. Fue repetido dos años después por la Presidencia de su país. Se trató de una larga confrontación cara a cara de tres horas de duración, donde según comentarios de la época, en ambos se impuso la poderosa convicción antiesclavista de Lincoln. Un personaje de voz tronante e ideas claras. Por más que ambos enfrentamientos reconocen antiquísimos antecedentes, muy abundantes en la Grecia clásica, tal como lo expresa el legado de Aristóteles, base de cualquier debate, hasta los famosos duelos romanos, entre los cuales ha llegado a nosotros la del refinado Marco Tulio Cicerón con el populista Lucio Sergio Catilina, con el repetido dístico, todavía frecuentado, “hasta cuando Catilina…”. Desde la “disputatio” medioeval hasta las ostentosas réplicas televisivas norteamericanas, con millones de televidentes, donde la de Kennedy-Nixon en 1960 modelizó las siguientes, la práctica se ha generalizado.

Actualmente los debates políticos, particularmente por la primera magistratura, se han convertido en práctica extendida. 73 países en el mundo las imponen como obligatorias y la UNESCO ha publicado recomendaciones sobre la mejor forma de realizarlas. En el Uruguay dicha obligación está dispuesta solamente para el caso de la segunda vuelta, lo que nos hace perder un valioso instrumento para el conocimiento, no solo de los candidatos y sus cualidades en condiciones de estrés, sino la forma en que prometen cumplir con las imposiciones de sus programas políticos. Una cosa es llenar carillas con promesas literarias y otras es defenderlas en las trincheras del debate, donde sus pretendidas virtudes son puestas en cuestión.

Esto sin considerar que autores de la mayor relevancia filosófica actual, como Karl Apel y Jürgen Habermas, han considerado el discurso argumentativo y la elección consensuada del mejor de ellos (instrumento insustituible de todo debate serio) como el fundamento último de la verdad y corrección de las hipótesis de las ciencias no naturales y por qué no, de los cimientos éticos de la política como práctica de construcción de la polis. El lenguaje basado en razones válidas aparece como condición de posibilidad intersubjetiva de la filosofía y por ende de la moral interpersonal, de la que la política forma parte. Cada debate supone por tanto un progreso temático. En ese sentido, no es una facultad a la que el candidato pueda renunciar sino un derecho ciudadano que ningún pretendiente puede desconocer.

No es esa, sin embargo, la actitud que sostiene Yamandú Orsi. Según manifiesta, él preferiría debatir, pero sus celosos asesores se lo prohíben. Confieso que escuchar estas apreciaciones, emitidas por un posible presidente de la República, me generan una duda profunda. ¿Cómo es posible que alguien con esas responsabilidades, se vea prohibido por terceros, de hacer lo que moralmente corresponde? ¿Dónde quedan los derechos de sus electores? ¿No será que su manifiesta torpeza para argumentar, apoyar con algo más que mohines faciales sus dubitativas divagaciones son prueba de su temor a exhibir sus capacidades? La ciudadanía merece una respuesta.

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