Defendé tu libertad

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Tomás Teijeiro
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Por el transcurso de casi 20 años, con un querido amigo y colega de columna de opinión en estas páginas, compartimos la cátedra de Ciencia Política en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica del Uruguay.

Durante aproximadamente la primera década de nuestras clases (desde el año 2000 al 2010), la política --tanto a nivel nacional, como internacional- seguía casi con certeza el derrotero clásico.

Esto es, el objeto de la misma era el poder, es decir mantenerlo u obtenerlo. Los actores principales de la política eran los electores, la dirigencia política, los partidos políticos, y los grupos de presión. Las reglas de juego las marcaba el sistema electoral. Y los medios de comunicación y la propaganda (acepción quizá un poco vintage en estos tiempos) jugaban un papel preponderante, pero con una incidencia muy distinta por parte de los actores sobre algunos de ellos. El mensaje político se movía de manera diferente. Los distintos conglomerados y fuerzas políticas hacían su juego -al igual que hoy- en torno a la dicotomía libertad-igualdad material, y la diferencia preponderante entre quienes pugnaban por una y otra, era al igual que en el presente el valor que los defensores de cada sistema le otorgaban al derecho natural y a la razón.

La ley antes que la legislación para algunos, y la razón como mecanismo de comprensión, de descubrimiento, y no de construcción artificial profundamente contraria a la naturaleza humana. A estos mecanismos, dinámicos, y generadores de naturales tensiones, se los concibió como parte fundamental y complementaria de un entramado institucional -muy firme en el caso de nuestro país- ligado a un maduro sistema democrático. Sistema democrático, siempre conviene recordarlo, honrado en Uruguay por todo el sistema político.

En ese marco, a nivel internacional comenzaron a gestarse determinados fenómenos que tendrían incidencia sobre la forma de ejercer la política en todo el planeta, y que se volverían objeto de ineludible análisis durante esta última década. La implosión y caída del socialismo real hizo que sus adeptos globales -foros de San Pablo y Puebla mediante- tuvieran que recalcular y buscar nuevas estrategias de venta para su devaluada utopía. Así surgieron todos los ismos que nos podamos imaginar y que pululan en cuanta agenda progre anda en la vuelta. Su exteriorización más preocupante la encontramos sin lugar a dudas en los populismos de cualquier signo, ya que este mal aqueja tanto por acción como por reacción.

Los atentados a las torres gemelas, cambiaron no solo la fisonomía de Nueva York, sino también la forma en que durante estos veinte años se entendieron los riesgos geopolíticos en un mundo donde el paradigma de Westfalia se hizo añicos en un pis pas. Las fronteras dejaron de existir para mucha cosa, y la nueva globalización echó raíces, para bien, o para mal. El advenimiento y proliferación de las redes sociales y la vertiginosa difusión de las tecnologías de la información a precios cada vez más asequibles hizo que la noticia ya no fuera un insumo únicamente creado por los profesionales de la misma (y por ende ceñidos a la ética profesional), e invirtió la carga del mensaje.

El receptor pasó a ocupar un lugar preponderante, no ya únicamente como destinatario final; y muchas veces, comenzó a oficiar a su vez de emisor, o de retransmisor. En este escenario la política -tarea loable, seria, y siempre necesaria- comenzó a enfrentarse a grandes desafíos.

A dilemas de como ejercer un antiguo oficio, basado en el diálogo, la confianza, la discreción, y la buena fe, en un mundo de inmediatez donde muchas veces vale más la cantidad de seguidores o de likes, que la sensatez o utilidad del mensaje para con el objetivo final: mejorar la sociedad.

La posmodernidad nos dejó varados en un mundo de relativismo, en un mundo que algunos filósofos han descripto como de modernidad líquida. Es decir en un contexto donde se acepta que todo es cambiante y transitorio, donde nuestras relaciones individuales o colectivas se han vuelto inconsistentes, y donde nada parece tener sentido, más que la necesidad de ir llevando las cosas como se pueda, con la consiguiente angustia existencial.

En este mundo, un mundo donde parece que ya lo trascendente no cuenta, surgieron nuevas maneras líquidas de hacer política. Formas peligrosas por cierto, porque si algo tiene la política, es que cuando es buena no puede carecer de contenidos ni de valores fundamentales. Así, actores espabilados en la oportunidad de los nuevos tiempos hicieron pie con discursos sentimentalistas, propiciando el desprecio por las formas, los procedimientos, y hasta por el mismo Estado de Derecho con falaces argumentos.

Para algunos, la política dejó de ser el arte de lo posible, dejó de ser un ejercicio de tolerancia y de diálogo, de respeto por el otro y de buena fe, dejó de ser un punto de encuentro dentro de la ley, para pasar a ser un lugar de confrontación. Y esto no se puede tolerar. La política es diálogo, no es conflicto per se.

No está en la esencia de los hombres libres tolerar la demagogia. No se puede ceder terreno a la demagogia. La política no puede estar cargada de argumentos infantiles, de falacias, ni de mentiras. En la política los pueblos se juegan su libertad, su economía, y por ende su futuro, y el de las siguientes generaciones. En la política la primera responsabilidad de todos es discutir con seriedad, con argumentos sustentados, y buscar entendimientos. Firmes con las ideas, y suave con las personas. Por todo esto, la tarea a la que nos enfrentaremos en los próximos meses es de grandísima importancia.

El desafío hay que valorarlo, como bien le explicó nuestro Presidente de la República al dictador cubano, porque es esencialmente un ejercicio de democracia. Pero es tarea de todos valorar el desafío y respetar el instrumento. A la Constitución de la República nos debemos todos. Todos debemos honrarla. Y se la honra con una campaña leal, sin mentiras y sin versos. No te duermas.

¡Defendé tu libertad!

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