La carta de Juan Carlos de Borbón a su hijo es una de las “tribulaciones” y “lamentos” que un “tonto rey” está viviendo en su inimaginable ocaso.
Como en la historia que cuenta la canción de Sui Generis, un monarca que conoció la grandeza y la admiración mundial, atraviesa desnudo el crepúsculo gris de su historia.
Queda ver si su partida alcanza para evitar el hundimiento de la corona española. Tal vez sea demasiado tarde para salvar una institución anacrónica que sólo puede subsistir si sus exponentes y demás miembros colaboran a la grandeza del Estado y la Nación que representan.
Eso había hecho Juan Carlos de Borbón y Borbón después de enterrar al dictador que lo había entronizado, pasando por arriba de su padre, Juan de Borbón y Battenberg, que era el heredero directo de Alfonso XIII.
Haber aceptado ser el instrumento con que Franco le negó el trono a su padre fue una página gris en una historia que ya tenía páginas negras, como la muerte de su hermano por el arma que él disparó, accidentalmente según la historia oficial, cuando ambos estaban saliendo de la niñez. Pero desde que ocupó el trono, su historia se plagó de páginas gloriosas. Juan Carlos I supo ver que el deseo del dictador muerto era inconducente y condujo España hacia la democracia.
Mantuvo horas de inquietante silencio cuando el coronel Tejero ocupó las Cortes y disparó dentro del hemiciclo procurando herir de muerte el Estado de Derecho que el rey estaba posibilitando, pero el título de ese capítulo de la historia es que fue él quien desbarató la rebelión golpista cuando, finalmente, apareció llamando al ejército y a las instituciones a defender el parlamento y salvar la transición democrática.
Junto a los nombres de Adolfo Suárez y Felipe González, está el nombre del monarca en la historia luminosa de la democratización de España, su salto al desarrollo económico y su ingreso a las instituciones comunitarias, poniendo fin a la afirmación “Europa termina en los Pirineos”.
Pero después empezó la decadencia personal y, quien se había destacado como estadista, terminó destrozando su propia imagen con escenas grotescas y con acciones que develaron una codicia estúpida para un monarca que había logrado una posición admirable en la historia de su país y del viejo continente.
En medio de una crisis económica devastadora, los españoles descubrieron incrédulos en los periódicos la foto de su rey posando junto al elefante que acaba de matar en un safari en Botsuana.
El rey que figuraba como alto miembro de asociaciones protectoras de animales, dilapidaba dineros de una economía anémica asesinando elefantes en Africa. A partir de entonces, brotaron a borbotones las pruebas de sus infidelidades a la reina Sofía y de las millonarias comisiones que se auto-asignaba por negocios con monarquías árabes. Finalmente, llegó por boca de Corinna Larsen, una de sus amantes más poderosas la revelación de pagos y cuentas secretas que terminaron hundiendo en el naufragio aquella deriva bochornosa.
Sus fechorías ponen en riesgo la Corona y la integridad del territorio español, porque a las justificadas embestidas de la izquierda se sumaron otros desafíos acrecentados por el derrumbe del rey emérito.
Su hijo, Felipe XVI, está parado sobre un sismo político que puede destruir el mapa español. La intensidad del temblor creció con las revelaciones sobre las cuentas ocultas de su padre. El actual monarca español ya había desgarrado la imagen de Juan Carlos al renunciar a su herencia y quitarle las representaciones que ostentaba.
Pero las presiones continúan. Defender al padre debilita aún más la corona y acreciente el separatismo republicano en Cataluña y el País Vasco. Por eso empezó a reclamarle que abandone el Palacio de la Zarzuela. Y procurando dar un último servicio a la monarquía y al Estado que sobre finales del siglo XX él había fortalecido, aceptó auto-imponerse el destierro.
Falta ver si el gesto es suficiente para salvar la corona o la unidad de España.