Aunque ya me era conocida la acumulación de pésimas noticias sobre la democracia en el continente, me genera una sensación de impotencia.
En Chile José Antonio Kast un representante de la ultraderecha pinochetista, acaba de imponerse en la primera vuelta electoral, con un 28% de los votos. Ello no lo libra del balotage.
No mejora que el segundo, Gabriel Boric, sea un izquierdista clásico con el Partido Comunista a su vera. Cualquiera de ambos, de acuerdo como se mueva el centro, Sebastian Sichel, Franco Parisi y Yasna Provoste (ésta última de centro izquierda), podrá acceder a la Presidencia. Con dos agravantes para el triunfador: a) sólo se manifestó el 47% de los habilitados, al no ser elección obligatoria; b) deberá lidiar con una nueva Constitución, de contenido desconocido, que recién se votará el año próximo.
Quizás la mejor evidencia de la particularidad de estas elecciones -además de desarrollarse en un clima de profundo enfrentamiento social y económico- es que uno de los candidatos realizó su campaña sin pisar Chile, y aún así obtuvo el 12%. Estos resultados ponen fin a los últimos treinta años de gobiernos centristas, culminados con el grave estallido social del 2019. Un acontecimiento que removió las hasta entonces tranquilas aguas de la democracia chilena pospinochetista y enfrenta a dos bloques netamente antagónicos.
Las elecciones argentinas de medio período han sido suficientemente comentadas. Perdió el oficialismo peronista que entregó su mayoría en el Senado y fue derrotado en la mayoría de las provicias del país. Por más que remontó parcialmente la diferencia en la Provincia de Buenos Aires.
Según los comentaristas, la principal castigada fue la vicepresidenta Cristina Kirchner que resultó vencida en varios de los bastiones más representativos de la Provincia de Buenos Aires y arrasada en la capital. Para muchos esto puso fin a la diarquía Alberto Fernández/Cristina Kirchner que hasta ahora gobernaba la nación, además de suponer una caída histórica (aunque no definitiva) para el peronismo tradicional y agrupamientos como La Cámpora.
Cabe observar que este revés se produjo, en condiciones de verdadera “deblacle económica” con cifras históricas de endeudamiento -pese a la mala gestión de la oposición durante el período previo, en gran medida gestor de esa crisis-, que aparentemente logró remontar esta carga. En términos argentinos lo que ha quedado planteado para las próximas elecciones es un enfrentamiento entre el populismo peronista y un centro derecha de matriz liberal, pese a que la confrontación peronismo/antiperonismo tiene raíces históricas con carácter propio.
Algo similar a lo que ocurre en Chile parece estar sucediendo en Brasil. A la nunca definitivamente aclarada destitución judicial de Lula Da Silva por denuncias de corrupción, la continuó la presidencia de extrema derecha del actual presidente Jail Bolsonaro, un líder populista muy similar a Donald Trump, cuyos reiterados errores en la conducción de la pandemia, más una extrema desprolijidad institucional en el manejo del cargo, que rozan la irresponsabilidad, le han hecho perder gran parte de su popularidad. Carece de apoyos partidarios ciertos y parece encontrarse en un grado terminal de debilidad lo que permitiría ser sustituído el año próximo por su rival desde la izquierda.
Todo parece indicar que el próximo año viviremos un enfrentamiento entre derecha e izquierda moderada, con prevalencia de esta última en un país crónicamente inestable.
Si hasta aquí las incertidumbres chilenas, la grieta cultural argentina, la larga huella del autoritarismo en las instituciones, y las serias carencias en su independencia judicial, no señalan un buen panorama para la democracia liberal, mucho peor es lo que ocurre en el resto de América Latina. En Perú, con tres presidentes en el último año, el recién designado Pedro Castillo, electo por el izquierdista Perú Libre, se vió forzado a despedir a su jefe de ministros, el marxista Guido Bellido y consiguientemente a renovar su gabinete.
La medida fue calificada de traición por parte de legisladores de su partido que amenazan con su destitución. Una resolución que apoya la siempre peligrosa derechista Keiko Fujimori. En estas condiciones y dada la crónica inestabilidad del presidencialismo peruano, el pronóstico presenta fuertes probabilidades de tormentas políticas a corto plazo.
De Venezuela, de recientes elecciones, poco puede afirmarse que no sea una condena total como la que le propinó la OEA. Lo mismo y aún agravado sucede en Nicaragua, donde el recientemente electo presidente Daniel Ortega, cargo que ocupa por cuarta vez, ha revelado ser un típico dictador latinoamericano a la vieja usanza, dejando de lado cualquier atisbo revolucionario que ostentara en su primera época. Tampoco pueden considerarse democracias plenas Colombia o Paraguay, pese a que han ido progresando paulatinamente.
Frente a este incierto panorama donde la institucionalidad resulta amenazada en distintos grados, obviamente no es la misma su consistencia en la Argentina, o el Perú, que Venezuela o Nicaragua, resulta perentorio volver la vista hacia nuestro pequeño Uruguay. Junto a Costa Rica, seguramente las naciones que más alto han levantado, defendido y promovido, los méritos de la convivencia democrática. Mucho más si tenemos en cuenta que democracia es más que gobierno del pueblo en condiciones de igualdad, Constitución y garantía entre poderes.
La democracia es más allá de la conformación institucional del Estado, un fenómeno cultural que atañe al pluralismo político y a la autonomía de los individuos. Contiene el conjunto de derechos humanos indisponibles del que cada hombre y mujer están validos, en su independencia personal ante el Estado y el resto de la sociedad. Lamentablemente, cegados por constructos dogmáticos que condicionan los valores de la democracia liberal, subordinando la ciudadanía a la clase, no todos las ven de este modo. Cuidarla es el imperativo.