Cuando la democracia nació en Grecia, hace más de 2.500 años, no existía nada parecido a los partidos políticos que conocemos.
De hecho, tampoco existían otros conceptos que hoy nos resultan muy familiares, como los de gobierno y oposición. En aquella democracia simple y directa, todo se reducía a ciudadanos discutiendo cara a cara y tomando decisiones por mayoría en la plaza pública.
Los partidos políticos tales como existen en la actualidad empiezan a conformarse durante la primera revolución inglesa, recién en el siglo XVII. Quiere decir que tienen menos de 400 años. Originalmente fueron el partido del Parlamento y el partido de la Corona. Tal como pasó al principio con nuestros partidos fundacionales, esos dos bandos funcionaban en parte como organizaciones políticas y en parte como ejércitos. Aquel conflicto que terminó con el reinado de Carlos I sentó las bases de lo que hoy llamamos “democracia representativa”.
Probablemente el primer partido político en sentido moderno, con autoridades nacionales formalmente instituidas y una organización territorial de tipo piramidal, que permitía hacer consultas y bajar decisiones, fueron los jacobinos franceses. La poderosa organización que crearon en los años previos a la Revolución Francesa les dio una inmensa capacidad de controlar los acontecimientos. Los jacobinos también fueron el primer ejemplo de todo lo que puede andar mal cuando un partido político descarrila.
Los partidos políticos no suelen tener buena prensa, y difícilmente generan admiración. Mucho más atractiva es la imagen primigenia de los griegos discutiendo en el ágora, y mucho más atractivos resultan, al menos para algunos, los grandes líderes que se ponen (o aparentan ponerse) directamente al frente de su pueblo. Tal vez por eso, es frecuente escuchar voces que transmiten la idea de que la democracia sería mejor, más sana y más transparente, si los partidos no existieran.
Pero la experiencia histórica enseña algo muy diferente. Los líderes carismáticos pueden resultar atractivos durante un tiempo, pero casi siempre terminan destruyendo las libertades y hundidos en la arbitrariedad y el abuso. En cuanto a la idea de un pueblo entero que ejerza directamente todas las tareas de gobierno, ni siquiera fue practicable en la antigua Grecia. Ni las mujeres, ni los esclavos ni los extranjeros tenían derechos políticos.
Gobernar en las condiciones actuales es una tarea desafiante y compleja. Hace falta seleccionar y reclutar a cientos o miles de personas que deberán ejercer funciones de responsabilidad y funcionar como una orquesta razonablemente afinada. Hace falta combinar el saber técnico con el saber político. Hace falta preparar generaciones de recambio y construir estados de opinión a escala de un país entero. Y al menos hasta hoy, nadie consigue cumplir ese conjunto de tareas tan bien como lo hacen los (buenos) partidos políticos.
Los uruguayos tenemos uno de los sistemas de partidos más viejos y sólidos del mundo. En estos mismos días, cada uno de ellos se está preparando para la contienda electoral y, eventualmente, para asumir el gobierno. Es un espectáculo fascinante y en muchos sentidos alentador. También imperfecto, como son todas las cosas humanas. Los uruguayos haríamos bien en disfrutarlo más y en denostarlo menos. Muchos en el mundo quisieran tener lo que nosotros tenemos.