Desde un principio, la polémica entre el productor musical Eduardo “Atín” Martínez y la Asociación General de Autores del Uruguay (Agadu), me resultó bizarra.
El primero parte del prejuicio falso de que cuando se paga un cachet a un artista por su actuación, los derechos de autor deberían estar incluidos en este. No hay que ser un experto para saber que una cosa es un contrato por la actuación de un grupo musical y otra diferente el pago de derechos de autor por las canciones que interpreta.
Y no importa que el director de ese grupo y el autor sean la misma persona. Lo único que puede hacer un artista para que el productor no incurra en una ilegalidad, es firmar un compromiso de cesión de sus derechos en beneficio de este. Esto no ocurrió en ninguno de los casos en conflicto.
El productor Martínez, para poner un ejemplo, alega que al pagar equis cachet a Jaime Roos, está cumpliendo también con el autor de estos temas. Pero no solo no existía un compromiso previo en tal sentido, como decíamos, sino que además el querido Jaime no es el único autor de las obras que interpreta: muchas son en co-autoría con poetas como Raúl Castro y Mauricio Rosencof, e incluso suele cantar composiciones de otros autores (como la bellísima Amor profundo de Mandrake Wolf).
El derecho de autor es el salario del creador, como bien dice el lema de Agadu. Que un productor organice un concierto y se niegue a pagar a los autores de las canciones que allí se interpretan, es exactamente lo mismo a que un empresario haga trabajar a sus empleados y no les pague el sueldo.
Martínez dice que en el pasado ha vertido mucho dinero a Agadu. Era ni más ni menos lo que tenía que hacer. Las canciones de Jaime, La vela puerca o NTVG no son tonadillas anónimas que pasan de generación en generación: son creaciones artísticas en las que sus autores comprometieron su talento y merecen ser retribuidos por ello.
También dice que Agadu no tiene derecho a arrogarse la representación de los autores. Tal vez suponga que los músicos y dramaturgos fuimos obligados a afiliarnos bajo amenazas. No es así, en absoluto. Cada uno de los socios de Agadu pertenece a esa institución por decisión propia, porque confía en que defenderá sus derechos y realizará las gestiones de cobro pertinentes, tanto aquí como en el resto del mundo. Y cada tanto votamos para renovar o mantener a las autoridades, en elecciones con todas las garantías. Agadu nos pertenece. En lugar de hacer como en EE.UU., donde hay agencias privadas que gestionan los derechos de algunos creadores y obtienen ganancias por ello, en Uruguay tuvimos, aun antes de la pionera ley formulada por Eduardo Víctor Haedo en 1937, la buena idea de juntarnos en una organización civil sin fines de lucro, para defendernos y apoyarnos entre todos.
Otra cosa que dice Martínez es que el 10% sobre la recaudación por entradas, que es lo que cobra Agadu, es un índice arbitrario que debería ser más bajo. También se equivoca. La ley del 37 encomienda a un Consejo de Derechos de Autor dependiente del MEC que establezca los laudos para las distintas actividades creativas, y el 10 que debe pagar este productor viene de allí, con toda legitimidad.
Aclaramos estos puntos con el mayor respeto hacia Eduardo “Atín” Martínez, así como a todos los productores que, con encomiable esfuerzo, arriesgan su propio dinero en divulgar y promover a los artistas, tanto uruguayos como extranjeros. Lo único que deben comprender es que el salario de los creadores no es un rubro prescindible de sus costos, porque si no existieran canciones inolvidables como las nombradas, no venderían entradas y su negocio se derrumbaría. Ningún privado tiene potestad de decidir dadivosamente lo que debe cobrar un autor: alcanza con que se cumpla la disposición legal correspondiente.
Consultado por el periodista Sebastián Cabrera de El País, el productor Ruben Yizmeyián ha dicho que “somos los últimos de la fila: cobran todos y el dinero lo generamos nosotros”. No es así. El empresario financia y por ello merece percibir utilidades, pero quien genera el dinero es el artista con su creación.
Estoy seguro de que la inmensa mayoría de los productores saben esto muy bien.
Lo que me resultó inquietante, en el caso que nos ocupa, fue la sorprendente postura de la Intendencia de Montevideo. Según la crónica de El País, voceros de la comuna entienden “razonable la discusión jurídica” que plantea el empresario rebelde. Esto no se compadece con la impecable gestión de derechos que realiza la Intendencia desde hace décadas en el Teatro Solís, las salas Verdi y Zitarrosa y todos los espacios culturales que tan bien administra. Lo que vale para un autor que estrena en cualquiera de estas salas, debería valer también para los compositores a quienes un privado birla sus legítimos ingresos, aunque a la Intendencia eso le parezca razonable.
Los autores merecemos una rectificación fuerte y clara de las autoridades departamentales.