Julio María Sanguinetti
Nuestra generación vivió su despertar político en la adolescencia y llegó a la mediana edad cuando el golpe de Estado, atrapada en un debate fundamental: los demócratas, colorados, blancos, algún demócrata-cristiano y muy pocos socialistas, creíamos que no había mayor protección para la persona humana que la democracia liberal, con sus garantías individuales y las libertades fundamentales; del otro lado, comunistas, radicales, la mayoría de los socialistas y en general quienes se definían como de izquierda, sosteniendo que la democracia era sólo una fachada para encubrir las injusticias emanadas de la propiedad privada, que los derechos individuales constituían apenas una cáscara formal, insignificante cuando había pobreza y desigualdad.
Era un debate arduo, que estaba detrás de las tesis que alimentó un día la euforia revolucionaria que ganó a la América Latina toda, y al Uruguay por supuesto, en los años 60, después del triunfo de la revolución cubana en 1959. Se sostenía, con pasión, que de nada valía la libertad de expresión o las garantías del debido proceso cuando el hambre asaltaba a mucha gente y las injusticias persistían en la sociedad. En una palabra, proponían una especie de pacto fáustico, en que entregábamos esas despreciadas libertades a cambio de la justicia que vendría de la mano de los gobiernos revolucionarios. Son innumerables los artículos, discursos y aun libros que así lo sustentan. Bien sabemos lo que pasó después. En el caso de Uruguay, esos movimientos violentos sacaron a las Fuerzas Armadas a la calle y terminamos en una dictadura militar que tomó para sí el mismo discurso despectivo de la democracia liberal y de los dirigentes políticos. Era la "pluriporquería" a la que aludió Fidel Castro, riéndose del pluralismo partidario.
Los tupamaros y los comunistas uruguayos adquirieron la idea de los derechos humanos cuando la dictadura militar se los violó, cuando el autoritarismo los atropelló. Conocieron en la cárcel cuánto significaban -por su ausencia- esas garantías "formales" que por tanto tiempo habían despreciado.
Que esa lección fuera la amarga pedagogía del error político que habían cometido tenía, por lo menos, el valor de un avance en la conciencia democrática. Desgraciadamente, hoy vemos que quienes despreciaban esos derechos y hoy los invocan en todo escenario y tiempo, vuelven a caer en las trampas de un pensamiento autoritario:
l) Cuando se proclaman los derechos humanos, se les reduce a la referencia específica a las violaciones cometidas por la dictadura militar. Los secuestros, torturas, asesinatos, decretados por sí y ante sí por los movimientos subversivos, no se mencionan como tales. Se reclaman juicios y castigos para los militares que cometieron esos crímenes, abominables por cierto, pero sistemáticamente se ignoran los que, igualmente abominables, cometieron ellos. Se ha instalado una visión hemipléjica, profundamente inmoral, que trata de modo desigual parecidas violaciones. Se atribuye más gravedad a las faltas cometidas por funcionarios del Estado (cuestión éticamente discutible), ignorando que la violación sistemática la comenzaron precisamente quienes resolvieron que las urnas no serían las que ungirían a los gobernantes, sino el impulso mesiánico de la revolución armada.
2) Se ignora el esfuerzo que hicieron los gobiernos democráticos por reparar todo lo que había de reparable como secuela de la dictadura: recomposición de carreras funcionales, de expedientes jubilatorios, reposición en sus cargos de miles de docentes y apoyo a los repatriados, todo a un elevadísimo costo. Se pagaron, incluso, indemnizaciones en dinero -muy importantes- a quienes fueron víctimas de abusos o a sus descendentes. Las mismas alcanzaron los 4 millones y medio de dólares, además de las que produjo la última ley de indemnizaciones, donde se han otorgado unas 4.000 pensiones especiales. No entramos en detalles ni en nombres para no minimizar este debate de conceptos.
3) Cuando las violaciones a esos derechos tienen lugar en países que se consideran "socialistas" o "revolucionarios", se las explica y hasta justifica. En Cuba puede haber partido único, televisión única, diario único y prohibición de salir del país, pero eso "está bien" por la "revolución" que lo explica… lo que nos está diciendo, entonces, que aquí ha ocurrido una aceptación resignada de nuestras libertades, pero no una convicción realmente asumida.
Hemos llegado al colmo de que quienes hemos entregado nuestra vida a la lucha democrática y a la defensa de las libertades y derechos, poco menos que debemos pedir certificados de buena conducta a aquellos que nunca creyeron en esos valores y sólo los reconocieron cuando la vida los arrastró a las penosas consecuencias de su error. La cuestión no es anecdótica. Es el núcleo mismo del pensamiento democrático y si los ciudadanos no vemos con claridad en esta cuestión, todo estará en peligro.
El Uruguay llevó a cabo una transición ejemplar, inspirada en España, con generosidad de espíritu, pensando en la paz de la sociedad y la paz de los espíritus. Nadie reclamó olvido, pero sí perdón. Nadie se atribuyó el monopolio de la justicia y la verdad, pero sí se pidió a todos que miráramos hacia el futuro, para construir un mejor Uruguay. Los hechos nos dieron la razón y el país se pacificó, los derechos humanos resplandecieron y hasta se produjo, sin el menor ruido, una rotación política inédita.
Desgraciadamente, mucha sed de venganza ronda en ciertos núcleos, minoritarios pero activos. Y lo peor es que, cuando se necesita dar vuelta la educación, salvar la industria, invertir en seguridad pública y realizar una suerte de gran pacto social al respecto, se mantienen vivos debates que hace rato debieron quedar librados a los historiadores.