Reelegir al gobierno será trascendente para continuar con los cambios que el país precisa, pero además, para impactar en la disputa del espacio cultural -durante décadas dominado por la izquierda-. Desde allí se generó el relato que sirvió de apoyatura al Frente Amplio. Hoy ese relato está tambaleante. La pugna de sentido está abierta.
Sucede que el Frente perdió tanto su vocación universalista como su capacidad imaginativa de un horizonte de superación. No ofrece nuevos sueños. Vive una desertificación propositiva, porque puede tener programa, pero no tiene propuestas: se ha instalado en la negación.
En estas mismas páginas, allá por 2015, la cuestión del relato ya la había denunciado Jorge Larrañaga, afirmando que el Frente había alentado “una división hasta enquistarla en la cultura social nacional” desde “una tríada de mentiras”. La primera “la mentira ética” que proclamaba “que hay buenos y malos, que todos los de un lado son los buenos, y, por supuesto, que todos los adversarios somos malos”; luego venía una “mentira fundacional” por la cual “poco menos que Uruguay nació el 1º de marzo de 2005. Antes parece que no hubo nada bueno, los avances serían propiedad exclusiva del Frente” y finalmente una “mentira histórica” a partir de la cual “la historia es recontada -ni revisada ni corregida-, sustituida por una nueva (…) hasta la figura de Artigas ha sido utilizada en esa construcción retórica. La sociedad recibe ese relato que permea por insistencia haciendo que sectores culturales, políticos y círculos de opinión repitan un mensaje falso”.
Para construir el relato colonizaron los ámbitos culturales en su más amplio espectro. Esa era la lógica de Gramsci, que llevó al grado de estrategia una cuestión táctica; para él, había que generar hegemonía, entendida como dirección primero, como guía, y luego, apropiación del poder, pasando de dirigir a gobernar (imponer). La izquierda suele repeler esta visión, entre otras cosas, porque admitirla implica reconocer no solo la existencia de una estratagema, sino además, asumir que muchos intelectuales y hombres del saber nacional obraron subordinados a un mecanismo de propaganda y no ejercieron el libre pensar. Por supuesto que entiendo que es absolutamente admisible llegar al ideario de izquierda de manera “natural”, pero ¿que sea hegemónico? Poco importaría y poco podría cuestionar si en esa construcción la izquierda hubiera procurado realizar su promesa haciendo transitar a los uruguayos por el camino del convencimiento. Pero no ha sido así. Lo que cuestiono es que han usado dos criticables y antidemocráticos mecanismos: adoctrinamiento y disciplinamiento.
En la misión reclutante acudieron al adoctrinamiento, en particular en espacios educativos donde el ejemplo paradigmático es la Udelar, a la que la han despojado en muchas ocasiones de su espíritu crítico para ponerla al servicio del partidismo. Y a su lado, frente a la disidencia, recurrieron al disciplinamiento sancionatorio. Quien haya osado alzar la voz discrepante en esos ámbitos, a los que le sumo el mundo sindical y cultural, podrá testimoniar que la han pasado mal.
Poco importa si lo han hecho en honor a Gramsci o no; hablan los hechos. Un viejo amigo decía que era bueno aprender de los errores pero mejor era aprender de los errores de otro.
No ha sido el caso uruguayo. De nada ha servido ver el colapso de la URSS, ni siquiera ver la cadavérica decrepitud de ese mismo modelo en Cuba y hoy en Venezuela.
Hemos tenido que esperar que las cosas sucedan aquí para ver el desmayo de esta narrativa.
La agonía del relato de la izquierda en Uruguay tiene a mi entender, dos factores que lo explican. El primero, paradójicamente, consecuencia de su triunfo electoral. La llegada al gobierno lo sometió a la peor de las pruebas: la realidad (el relato no soporta la realidad, implacable vencedora de todos sus intentos de imposición). Cuando gobernaron se llenaron de contradicciones. Sus aires de pretendida superioridad volaron por los aires y hoy vive una crisis orgánica.
El segundo factor que pone en cuestión la dominación del relato frentista es el desmitificante gobierno de Luis Lacalle Pou.
El buen gobierno de Lacalle evidenció la carencia de fundamentos para los axiomas de la izquierda vernácula. Aniquiló todos los mitos. Por tanto, el histórico relato del FA enfrentó sus dos peores pesadillas: la realidad y un muy buen gobierno de Lacalle Pou.
Hoy en los espacios de cotidianidad de los uruguayos: el comercio del barrio, la oficina, el café, etc., los coalicionistas tienen poder de réplica. No solo por los errores (y horrores) del FA en el gobierno, sino por los aciertos del actual.
La continuidad renovada que representa Álvaro Delgado será fundamental, no solo para consolidar los cambios, porque ofrece una visión hacia adelante, hay una promesa de futuro frente a la amenaza de pasado del FA; será fundamental también para democratizar las relaciones en la “patria cultural” que tanto lo necesita.