Añorar no siempre es sano, pero a veces sí es bueno rememorar. Recordar aquella década de los 80 cuando una a una terminaban las dictaduras militares y tantas naciones se lanzaban a vivir en democracia.
Ocurría en Argentina, con la épica elección de Raúl Alfonsín. O en Uruguay, tras arduas negociaciones con una dictadura que sabía que su tiempo estaba terminado. O con el triunfo en Brasil de un popular Tancredo Neves que, tal como una tragedia griega, enfermó, nunca accedió a la presidencia y murió días después que su vicepresidente asumiera en su lugar.
Brasil desde entonces ha vivido en continuidad democrática. Más estable que Argentina, aunque asediada por la corrupción en tiempos de Collor de Melo y de Lula o por el delirio de un Bolsonaro que solía ponerse en la frontera de lo inconstitucional, tal como sucedió y sucede con el reinado kirchnerista en Argentina.
En uno y otro país se votó con regularidad y los presidentes vinieron y se fueron según establecen las normas. Incluso con retirada por juicio político constitucionalmente prevista.
Lo sucedido en Brasilia sacudió fuerte. La asonada multitudinaria atacó las sedes de cada uno de los tres poderes, expresando un profundo rechazo a la democracia y con la consigna de que las ultimas elecciones fueron fraguadas (aunque nada lo probó). No solo se cuestionó la legitimidad de Lula sino a todo el funcionamiento democrático, constitucional, republicano y liberal del país. Por eso, se dijo que la asonada tuvo intención golpista. Quizás la calificación sea extrema dado que, como era previsible, un eficaz despliegue policial puso fin a las ocupaciones en pocas horas. De todos modos, el intento existió.
Parece una mala copia de lo ocurrido hace exactamente dos años (6 de enero de 2021) en Washington, cuando una horda de fanáticos alentados por el entonces presidente Donald Trump intentó tomar por asalto el Congreso. El objetivo era evitar que Joe Biden fuera confirmado como presidente.
Ambas asonadas buscaron desconocer los resultados electorales y atacar las instituciones que definen una democracia. Se logró frenarlas y se volvió al cauce institucional.
Habrá sanciones y es de esperar que el ataque no sea una excusa, una coartada, para aplicar castigos y persecuciones más allá de lo que una democracia admite.
Con la llegada de Trump, los norteamericanos descubrieron que había gobiernos populistas que en ancas de noticias falsas, “verdades alternativas” y desconocimiento de las normas de un Estado de Derecho, apostaban al autoritarismo personalista. Sin embargo el fenómeno venía de antes. Previo a Trump estuvieron Chávez, Putin, Correa, Evo Morales, Maduro. Y con ganas de ser como ellos sigue estando Cristina Fernández.
Lo ocurrido en Brasil no es un problema exclusivo suyo. Viene pasando desde comienzos de siglo y se agudiza día a día.
Quizás lo estruendoso del asalto a los tres poderes, sacudió la conciencia mundial. Pero la tendencia a despreciar la democracia crece, expande desde hace unos años y ante ello muchos guardan un cómplice silencio.
Es llamativo que tanta gente apueste a tirar abajo una democracia, sabiendo que por esa vía se eliminan las garantías que aseguran su libertad.
Eso debería preocupar. Incluso en este Uruguay cuya valoración de la democracia es alta.
Hace poco en un programa televisivo, una dirigente estudiantil manifestó su fastidio porque después que un “gobierno progresista” afirmaba sus logros, venía uno de “derecha neoliberal” para retroceder.
El razonamiento, casi infantil, ponía en cuestión algo básico de una democracia, como es la alternancia de partidos en el gobierno.
Lo grave fue que la dirigente estudiantil propuso, para poner fin a estos ciclos, “construir una alternativa superadora”, sabiendo que dicha alternativa es lo que hacen los Chávez y Maduro, los Trump, las hordas que atacan los Congresos. Es el despotismo populista construido sobre el relato falso, la manipulación de la realidad, la mentira descarada.
Ante lo de Brasilia, la reacción inmediata, acá y en el mundo, fue la que correspondía. Una condena enérgica, tan contundente como las que merecen todas las dictaduras en la región.
Y una similar preocupación respecto a gobiernos que sin llegar a ese nivel de autoritarismo, se ponen al borde de la ilegalidad, como es el descarado ataque del Ejecutivo argentino contra la Suprema Corte de Justicia.
Estas asonadas, los gobiernos mesiánicos, las presiones contra los poderes independientes, los intentos de ampliar sus imperios conquistando naciones ajenas, el racismo y la xenofobia, la prisión de los dirigentes opositores, el acallamiento de la prensa, son parte de un mismo fenómeno antidemocrático que se expande por el mundo. No tiene un único color pero se expresa de una misma manera.
Contra esa amenaza es que hay que estar preparados.