Los padres de la transición y de la Constitución española de 1978 jamás habrían podido imaginar los problemas que la posmodernidad traería a esa España ilusionada que sobre fines de los setenta iniciaba en democracia plena la andadura de sus mejores y más prósperos años.
El germen del mal estaba aún latente, y ni siquiera los desmanes previos, ni los de la propia guerra civil y años siguientes, ni el estancamiento, ni las generosas recíprocas concesiones que todas las partes se hicieron para dar a luz un nuevo tiempo pudieron eliminarlo.
Algunos con más sensibilidad política lo avisaron. Muchos aún hoy nos lo advierten a cada lado del Atlántico. El problema nunca fue la tan mentada existencia virtual o real de dos Españas, en la que no creo, por cierto.
El problema, como siempre, fue, es y será Rousseau.
Porque lo que no pudieron prever los padres de la transición fue que el mundo vería implotar la URSS, caer el muro de Berlín, la globalización muchas veces salvaje, ni el advenimiento de la posmodernidad cargada de relativismo que dio paso a esta sociedad líquida, donde todo vale, en la que el desarraigo de los valores de toda la vida ha dejado al hombre a la deriva, en una existencia sin sustento, sin raíces, y por ende sin fortaleza para enfrentar los nuevos desafíos ni las vicisitudes individuales y colectivas que hoy se imponen.
Así es como asistimos a nivel global a una crisis de la democracia. A este sistema imperfecto pero ideal, se la ha cargado de demandas económicas y sociales que no le corresponde satisfacer, por el simple hecho de que solo fue creado para defendernos del avance del Estado sobre la libertad individual. Sobrecargado el sistema por demandas interminables, se han recalentado los engranajes y ha comenzado a fallar. Y en esa avería han hecho pie los personalismos autoritarios que vemos campear en distintos gobiernos alrededor del globo. Fuertes personalidades que inspiradas en Rousseau (y en Gramsci) proponen decenas de nuevos derechos, pocas obligaciones, y soluciones fáciles a problemas complejos, cuestiones que obviamente no se solucionan, y que con habilidad trasladan la frustración y responsabilidad generadas por el consabido fracaso a espalda de adversarios, o de propios acólitos que desechan con ligereza. Así vemos déficit, inflación, disparatadas demandas de autonomía, inseguridad, falla en los servicios sociales, empresas que cierran o migran, falta de atractivos a la inversión, etcétera.
Es lamentable. Y es que el problema ya no es ser de izquierdas o derechas. El asunto es ser responsable o irresponsable. Lo dijo Weber hace mucho, ética de la responsabilidad o de la convicción.
Es por eso que la España actual tendría que espabilar. Y al elegir sus líderes presentes y futuros no debería preocuparse tanto por mirar hacia que banda escoran. Sino desvelarse más por conocer su trazabilidad política, por analizar su experiencia, su éxito, su capacidad de tender la mano y no dar la espalda, y por ver cuanta libertad de verdad han sembrado en su camino hacia el poder.
Porque solo quien siembra libertad, es capaz de comprender y respetar profundamente la más amplia diversidad humana en todas sus manifestaciones, dado que esta no tiene otro fundamento más que el de la sagrada dignidad del hombre.