En un debate de ideas, una reunión de trabajo, incluso en una conversación informal, la mayoría oímos pero pocas veces escuchamos. Pensamos más en lo que vamos a responder que en lo que nos están diciendo, buscando el hueco en el discurso del “contrario” para meter nuestro alegato, que en incorporar las ideas que nos están transmitiendo para agregarlas a nuestro razonamiento. Las conversaciones parecen más una batalla de esgrima que un verdadero intercambio. No es raro ver una discusión donde dos personas no se dan cuenta que están diciendo lo mismo o, por el contrario, están hablando de cosas distintas.
Sin embargo siguen enroscadas, lo que inevitablemente termina pareciéndose más a un campo de batalla, con heridos y algún muerto incluido.Nos motiva más la necesidad de decir lo que queremos que compartir con el otro, tanto en la vida personal como en la actividad profesional. Ni que hablar en la política, en tiempos de contiendas electorales. Basta ver cualquier programa de televisión donde conductores e invitados hablan uno arriba del otro, gritándose mutuamente para imponer sus ideas, ignorando olímpicamente lo que dicen los demás.
Pasa lo mismo en el parlamento, en las reuniones familiares, de amigos, reuniones de trabajo que pretenden ser intercambio de opiniones, donde además no falta quien hable sin piedad ni caridad de otros por el simple impulso de meter bocado sin medir las consecuencias, incluso sin que sea verdad.
“Escuchar es prestar plena atención a los otros y darles la bienvenida en nuestro propio ser”, decía Henri Nouwen, sacerdote holandés que exploró la espiritualidad más allá de lo religioso. Escuchar es una forma de hospitalidad y abrirse a ese cuestionamiento y enriquecimiento de las ideas propias, lo que no solo mejora nuestro razonamiento sino que nos ayuda a conocernos mejor. En tiempos de inteligencia artificial, es como que nos regalen variables para incorporar al algoritmo de nuestro razonamiento para mejorarlo y llegar a una mejor respuesta. Escuchar requiere voluntad, atención, respeto al otro, teniendo la humildad de dejar de lado todo prejuicio o sesgo invalidante de que todo lo que vengan del otro no nos puede aportar. Escuchar es una ofrenda, es abrir un espacio para el encuentro, donde muchas de las palabras más fecundas nacen del silencio. No del de la indiferencia, sino del silencio fértil y comunicante.
Escuchar con empatía, describe Michael P. Nichols en su libro “El perdido arte de escuchar”, es como leer un poema con meticulosidad. Es asimilar las palabras y llegar a lo que hay detrás de ellas. Escuchar nos desafía a ser humildes porque es un arte que requiere aceptar la singularidad de cada uno, así como valorar y abrazar las diferencias. Cuando escuchamos hacemos un ejercicio de generosidad verdadera, que consiste en dar al otro algo que necesitamos y no algo que nos sobra.
Le adjudican a varios filósofos y religiosos la frase de que tenemos dos orejas y una boca para escuchar el doble de lo que hablamos. Sea de quien sea la frase, está cada vez más vigente. Porque escuchar mucho más que oír, esa escucha atenta y receptiva, es una habilidad que hoy como nunca requiere ser aprendida y ejercitada y, sin embargo, es cada vez más escasa.