“Yo los acuso de haber abandonado su rol de legisladores….Yo los acuso porque jamás a lo largo de este juicio intentaron acercarse a la verdad sino meramente al poder. Yo los acuso de intentar destruir la credibilidad, no de esta presidencia, sino de la democracia misma y de distorsionar el verdadero sentido de lo político”.
A estas palabras bien pudo haberlas pronunciado Dilma Rousseff contra los legisladores brasileños que le aplicaron el impeachment que la sacó del Palacio del Planalto. Pero las dijo Guillermo Lasso, al ejercer su defensa en el juicio político que le impuso la oposición correísta.
Con ese párrafo de su intervención, el presidente ecuatoriano dejaba en claro su disposición a “morir matando”, en términos político-institucionales. O sea a aplicar el artículo 148 de la Constitución que promulgó Rafael Correa en el 2008 y permite a un presidente disolver la asamblea legislativa si considera que actúa de mala fe para bloquear su labor gubernamental, o que el país atraviesa una “grave crisis política o conmoción interna”.
El sentido común indica que la aplicación de un juicio político, en sí mismo, no puede considerarse parte de una “grave crisis política o conmoción interna”, por eso no es descabellada la nulidad del acto que pidió el Partido Social Cristiano a través de su líder, Jaime Nebot, y también el movimiento indigenista Pachakutik, denunciando un acuerdo entre bambalinas entre Lasso y Correa.
El mayoritario bloque correísta había advertido, a través del propio Rafael Correa, que harían todo lo posible para expulsar al banquero liberal-conservador del Palacio Carondelet antes de que termine su mandato. El ex presidente aborrece a Guillermo Lasso desde que fue el ministro del gobierno de Jamil Mahuad que instrumentó la dolarización. Y ya demostró con sus furibundos ataques al gobierno de Lenin Moreno la intensidad de los aborrecimientos de Rafael Correa y lo destructivos que pueden resultar para la institucionalidad y para la convivencia política.
En un país donde la grieta política es tan profunda y enfrenta con tanto encono al correísmo, cuyo líder refugiado en Bruselas ha sido condenado por corrupción, con la centroderecha de Guillermo Lasso, resulta muy difícil establecer si existían razones reales para imponer un juicio político contra el mandatario o si la acusación no era más que una patraña para sacarlo del poder a como sea.
La oposición que lidera, desde su refugio en Bélgica, el ex presidente Correa, acusó de peculado (malversación de fondos públicos) al actual jefe de Estado, por haber revalidado el contrato entre Flota Petrolera Ecuatoriana y la empresa Amazonas Tanker Pool, lo que el oficialismo refuta diciendo que ese contrato fue firmado por el gobierno anterior, que encabezó Lenin Moreno, y la Contraloría recomendó extender su vigencia.
No está claro que sea razonable o no denunciar peculado en la renovación de ese contrato. Lo que está claro es que, si la oposición alcanzaba o superaba los 92 votos necesarios para destituir al presidente, este fin de semana o a más tardar la semana próxima, acabaría la presidencia de Guillermo Lasso.
El año pasado, en medio de las protestas indígenas, el mandatario enfrentó un juicio político pero continuó en el cargo porque la oposición logró sólo 80 votos. Sin embargo, en la antesala de que Lasso disolviera la Asamblea Nacional, estaba claro que esta vez la oposición correísta alcanzaría los 92 votos necesarios para destituirlo y dejar en la presidencia al actual vicepresidente, Alfredo Borrero, para completar el mandato que expira en el 2025.
Lo que hizo Lasso es matar muriendo, porque disolver el congreso con el artículo 148 equivale a un suicidio político en cámara lenta, ya que adelanta a sólo seis meses el final de su presidencia.
Guillermo Lasso aplicó “muerte cruzada” cuando tuvo en claro que su opción era ser destituido ahora, dejando a su vicepresidente hasta el final del mandato dentro de un año y medio, o poner fin a su gobierno entregando la presidencia a quien surja de las urnas en las elecciones anticipadas que se realizarán dentro de tres meses.
La diferencia entre la disolución del congreso que acaba de hacer Guillermo Lasso y la que efectuó Pedro Castillo, siendo inmediatamente destituido y encarcelado, es que el desventurado ex presidente peruano violó el artículo que justifica disolver la asamblea legislativa sólo si ya rechazó dos gabinetes de ministros. Claramente, eso no había ocurrido en Perú, aunque la oposición fujimorista ejercía un obstruccionismo feroz.
En cambio, en el caso ecuatoriano, si bien la invocación de “grave crisis política o conmoción interna” es discutible, al correísmo no le interesa invalidarla.
Rafael Correa no quiere esperar hasta el 2025 para que una nueva elección presidencial le regrese el poder a su movimiento político. Y eso pasaría si se destituye a Lasso como en Perú se destituyó a Castillo.