Mucho se ha hablado sobre la nueva ciclovía de la Av. 18 de Julio. Quienes están de un lado de la pista afirman que la obra es una genialidad de la intendenta Cosse. Que es símbolo de la inclusión social y de la preocupación de la administración por los colectivos minoritarios. Que la Montevideo avanza en movilidad y conveniencia. Un impulso al uso de las energías limpias y no sé cuánta maravilla más.
Los que están del lado de enfrente dicen que es una porquería. Una obra mal concebida, que complica el tránsito de miles de conductores para favorecer a unos pocos ciclistas. Una nueva demostración del mal gusto con el que la administración Cosse diseña sus obras y afea la ciudad. Un canto al ego de la Faraona.
Sin embargo, ninguno de los dos grupos parecen haber circulado por allí. Por eso opinan obnubilados por la pasión partidaria. Y por eso siento, como usuario regular de 18 de julio en chiva, que debo describir los problemas que encontré en el camino.
Uno es la educación de los usuarios. O mejor dicho, la ausencia total de educación. Al ver los videos filmados por el dron municipal, usted se imagina que anda por Ámsterdam. Verá ciclistas con modernos cascos y bicis de refinada factura, sonriendo y disfrutando la combinación de actividad física con el traslado al laburo. Pero al bajar del dron y montarse en la verde pista, verá que aquello es mucho más parecido a Indonesia que a Holanda. Si el tránsito tradicional -plagado de leyes, normas, carteles, señales, inspectores y policías- es un verdadero caos en el cual nadie respeta a nadie, imagine lo que es el de las bicicletas.
Dentro de ese contexto, habiéndola usado ya muchas veces y a pesar de privar a varios conductores de ómnibus del pasatiempos de tirarme la unidad encima, concluí que mi seguridad como ciclista es mayor en la calle que sobre la cinta pintada de verde.
Enumero algo de lo que vi en esos viajes por la ciclovía: muchos ciclistas que mandaban mensajes por celular mientras conducían sin la ayuda de las manos. Peatones que cruzaban con el semáforo en amarillo y, al no poder llegar a la otra orilla de la avenida, esperaban la luz verde sobre la pista. Vi veteranos que parecían estar cumpliendo las órdenes del médico que les recomendó hacer ejercicio y que navegaban con viento suave, sin importarles entorpecer al prójimo. Y claro, tras ellos vienen los impacientes que se largan a pasarlos sin contemplar que puede venir otra chiva de frente. Me crucé con garroneros, avivados, velocistas, delivery´s que pisteaban como Federico Moreira en la Contrarreloj, bicis con megáfono que anunciaban a paso de tortuga ofertas en comercios, runners, triciclos arrastrando trailers y hasta una persona durmiendo la mona.
Pero el peor de los problemas es que todo esto ocurre en una senda donde no hay margen para el error, pues el ancho de la misma es apenas suficiente para albergar dos bicis al mismo tiempo. No hay banquina ni descanso, y al otro lado de los bastones de goma que la separan del asfalto, hay, como en el juego de los adolescentes: lava. Salirse de la pista es morir. Ante cualquier imprevisto que lo obligue a cambiar el rumbo recto que usted lleva, caerá irremediablemente en un mar de lava. O sin metáforas: bajo las ruedas del tránsito de la principal avenida. Que en vez de con el Verde Carolina, quedará pintada con el rojo de su sangre.