El miércoles pasado en un segmento de un informativo televisivo tuve la oportunidad de ser espectador del acto de inauguración de las obras de rehabilitación de parte de la ruta 6 en San Ramón, con presencia del Presidente de la República. Allí, en una celebración no partidaria, pude observar a nuestro primer magistrado avanzar solitario, sin guardia alguna, hacia el estrado en medio de una compacta masa de gente ansiosa por recibirlo con abrazos besos y fotos. El momento, de auténtica fiesta popular, configuraba un espectáculo que me sacudió por su autenticidad. Confieso que reflexionar sobre el mismo, pese a su carencia de repercusión política, motivó esta nota.
Para personas como el que escribe, desde siempre interesadas en la política como una actividad pública analizada desde un punto de vista impersonal y abstracto, relacionada con el poder en el sentido weberiano de obediencia debida a instituciones y sus portadores, despojada de cualquier finalidad decisoria, resulta reveladora. A la democracia, se le reclama con razón, representatividad, eficacia, capacidad de innovación, transparencia en sus actos, respeto sacramental por la autonomía de la población nacional, justicia, obediencia al derecho. Sin embargo, pese a su importancia, no son estos requerimientos constitutivos los que aquí nos ocupan.
En el fragmento televisivo aparecía un personaje público pero simultaneamente una institución básica en el régimen republicano, como la presidencia, revelando en ese acontecimiento, una de sus más importantes dimensiones: la confianza y el cariño del pueblo en el depositario de su poder original. Condición básica, pese a su poco destaque, del buen funcionamiento de la democracia como sistema. Y a su vez, si bien no única, decisiva en tanto manifestación de un sentimiento que sólo el pueblo puede desarrollar. Nadie, ni el más encumbrado de los autócratas, puede y pudo nunca ordenar y lograr, ser realmente querido.
Por supuesto que aquí no nos estamos refiriendo a los reglamentados actos de masas organizados por el fascismo o por el nacional-socialismo, donde Mussolini desde el Palacio Venecia arengaba a los italianos o Hitler desde su atalaya de Nuremberg disparaba sus diatribas contra el mundo (cualquier parecido con Trump es mera coincidencia,) enfatizando el nacionalismo territorial y el racismo con el beneplácito de organizadas legiones. Las mismas que Leni Reifensthal retratara en sus famosas películas sobre las místicas reuniones del nazismo. Tampoco a la irracional adhesión a una ideología generadora de un fanatismo que el mundo soportó hasta fines de los noventa del siglo pasado. Aquí referimos a un sentimiento de empatía y calidez cercano, aunque no idéntico a los usuales sentimientos familiares. A la identificación con la práctica de una persona a la que sentimos cercana e igual a nosotros. Proximidad que ratifican las encuestas que señalan a Luis Alberto Lacalle como el mandatario más popular del continente. Por más que no impliquen que adhesión política suponga necesariamente cariño, ni que la inversa sea obligatoriamente válida. De lo que aquí hablamos es del afecto, un sentimiento de calidez que los uruguayos han siempre mayoritariamente revelado por su Presidente, ya en el atardecer de su mandato.