El sistema de propiedad rural instaurado en 1948, por la ley del Instituto Nacional de Colonización, No. 11.029, ha culminado su evolución, agravada por las leyes 18.187 y 18.756, de 2007 y 2011, en un régimen absurdo, en que el colono, trabajador de la tierra, nunca llega a ser propietario pleno.
En efecto, aun luego de pagar al INC la totalidad del precio, el colono propietario -como lo llama la ley- se asemeja a los siervos de la gleba que caracterizaron a los campesinos en el sistema feudal, sólo que acá, el señor feudal al que están sometidos -en forma perpetua- es el Estado.
Para confirmarlo, veamos las principales características del régimen referido a los colonos propietarios que han comprado la tierra al INC, pagando por ella.
La regla general la establece el inc. 1º del art.70: “La propiedad, uso o goce de las parcelas que formen las colonias estarán afectados a los fines de interés colectivo que por esta ley se promueven”.
De allí derivan las siguientes limitaciones:
a) Sólo pueden ser colonos aquellos individuos que el Instituto acepte y que estén dispuestos a vivir permanentemente en el predio, con su familia, so pena de la pérdida de su derecho.
b) El colono propietario carece del poder de disposición de su propiedad, como surge del inc. 2 del mismo art.70: “Toda enajenación, gravamen o subdivisión, o la cesión en cualquier forma de disfrute, debe hacerse con la autorización previa del Instituto Nacional de Colonización (INC) aún en el caso en que el colono haya satisfecho íntegramente sus obligaciones”.
c) La autorización para vender, hipotecar o dar en arriendo es discrecional del INC. Así lo establece el inc. 3º del art. 70: “El INC se opondrá a cualesquiera de estas operaciones cuando entienda (véase el amplísimo grado de discrecionalidad) que contrarían el principio establecido en el inciso primero de este artículo, siendo nulos de pleno derecho toda enajenación, gravamen o subdivisión, o la cesión en cualquier forma de disfrute relativa al predio, voluntaria o forzosa, que se realice sin el consentimiento de aquél”.
d) El inmueble pierde dramáticamente su valor económico, pues el propietario, si necesita vender su parcela, no sólo debe obtener la autorización del INC, sino que sólo puede vendérsela a una persona, que -a juicio del INC- califique como colono, lo que representa una reducción drástica de los posibles interesados, y -por tanto- del eventual precio a obtener.
e) El colono propietario carece de acceso al crédito, pues si desea obtener un crédito con garantía hipotecaria, no sólo debe lograr la autorización del INC, conforme al art.70 inc. 2º.
Aunque la obtuviera, difícilmente conseguirá un préstamo en el sistema financiero o fuera de él, porque en caso de no pago, la ejecución hipotecaria difícilmente llegue a cubrir la deuda, en razón de que en el remate judicial, de acuerdo a la ley, sólo podrán ofertar personas físicas que fueran, previamente a la subasta, aceptados como colonos por el INC, lo que -obviamente- provoca la disminución radical del precio a obtener.
f) En caso de fallecer, no trasmite a sus herederos el verdadero valor patrimonial de la parcela.
En efecto, conforme al art. 104, si los herederos no se ponen de acuerdo en que uno de ellos explotará la parcela como colono propietario o el fallecido no tiene herederos con posibilidad real de ser colonos y mudarse a vivir en la parcela, entonces se subastará la misma, sin base. Como sólo podrán pujar en la subasta, sujetos “que reúnan los requisitos que la ley exige para ser colonos”, ello vuelve a provocar la inexistencia de un valor de mercado, por la restricción radical de los oferentes habilitados y, el precio obtenido por los herederos -ciertamente- será muy inferior a su valor.
Para colmo -dispone la ley- que si no hubiere posibles colonos interesados en adquirir la parcela en el remate, se la queda el INC, no por su valor de mercado, sino “por el precio pagado por ella por el comprador, más el valor actualizado de las mejoras”, lo que implica una nueva pérdida de valor para la familia que hereda al colono propietario fallecido, ya que no se le reconoce el eventual aumento de valor de la tierra, durante el largo período -quizás varias décadas- desde que el causante la adquirió.
Nuestros hombres y mujeres del campo deben ser apoyados y no someterlos a interminables penurias.
g) El colono está sometido a la amenaza permanente de ser expropiado y sancionado, lo que es otro factor distorsivo del derecho de propiedad del colono, que provoca el riesgo de precariedad.
En efecto, de acuerdo con el art. 71: “La adjudicación de tierras en propiedad que el Instituto Nacional de Colonización realice, se hará en el bien entendido de que podrán ser expropiadas en cualquier tiempo y contra cualquier propietario, cuando la tierra subdividida se concentre de nuevo o se subdivida en forma excesiva, o se deje de explotar o se explote en forma que desvirtúe el objeto de la colonización”. Para terminar de esquilmarlo, de acuerdo al art. siguiente, 71.1, simultáneamente se le aplica una multa del 20% del valor de Catastro de la parcela.
h) El colono propietario ni siquiera es quien dirige la explotación de su predio. En realidad, la ley lo trata como un incapaz de dirigirse a sí mismo, sometido a la tutela del Estado. Ello surge de otras disposiciones de la ley, que complementan las gravísimas limitaciones al derecho de propiedad del colono, que ya hemos reseñado (arts.7 numeral 10; 18 y 61).
La LUC, en su art. 358, tímidamente mejoró el sistema, estableciendo que el Directorio, excepcionalmente, podía autorizar al colono a no residir más en la colonia, luego de los 10 años de permanencia, cuando justificara razones de salud, educación o trabajo, o antes de ese plazo, si hubiere causa de salud justificada, con el voto de una mayoría especial de sus miembros. (Lo que fue ratificado en el referéndum reciente).
Eso no es suficiente.
Nuestros hombres y mujeres del campo, ciertamente deben ser apoyados en su legítimo interés en alcanzar ser propietarios de su tierra, pero con la dignidad de tales y con la libertad de dirigir su propio destino personal, sin interdicciones ni tutelas manejadas desde la burocracia estatal.
La ley tiene 74 años de vigencia, durante los cuales la vida en nuestra campaña ha cambiado notablemente desde todo punto de vista, volviéndola un instrumento anacrónico, que trata a quienes debe proteger sin la debida consideración y respeto.
Es hora de reformarla.