Me referiré a un fenómeno psicosocial complejo que -a nuestro juicio- aún no ha sido analizado como se debería, y que no es un hecho oculto sino que tiene una gran exposición pública.
Se trata de la frecuente circunstancia en que un hombre comete un femicidio y luego se quita la vida.
Nuestro país tiene una doble lamentable mácula en ambos temas: los numerosos casos de violencia doméstica del hombre sobre su pareja que culminan con el homicidio de esta y, asimismo, una tasa de suicidios cada 100.000 habitantes extremadamente elevada.
Ambas situaciones han sido analizadas y combatidas desde el Estado y desde la sociedad civil y, sin embargo, no se han alcanzado resultados significativos.
Así, desde el Estado, se ha aumentado la amenaza y respuesta penal a todas las formas de violencia doméstica, con múltiples reformas legislativas, creando figuras delictivas nuevas de homicidios y lesiones, u otras formas de conducta abusiva, como la agresión sexual; se han instrumentado procedimientos judiciales especiales procurando la rapidez de las medidas cautelares, como la prohibición de acercamiento, con la colocación de tobilleras o la custodia policial y la especialización técnica de los magistrados y se han institucionalizado sistemas de protección a la víctimas.
Es de destacar el esfuerzo legislativo: en 2002 se dictó la “Ley de erradicación de la violencia doméstica” nº 17.514 y en 2017 se dictaron la ley de “Reforma del Código Penal” nº 19.538, creando el delito de femicidio, como figura del homicidio muy especialmente agravado y la macro ley -con 98 artículos- nº 19.580, abarcando normas civiles, penales, procesales y administrativas, bajo el título de “Ley de violencia hacia las mujeres basada en género”.
Desde la sociedad civil, con franco apoyo de los medios de comunicación, las organizaciones -principalmente feministas- desarrollan campañas con el objetivo de promover la conciencia colectiva de repudio a esas conductas aberrantes.
En cuanto al suicidio, en diversos ámbitos se procura moderar su frecuencia, con una acumulación de trabajos científicos, teóricos y prácticos, con análisis epidemiológicos, psiquiátricos, psicológicos y sociológicos con estudios tanto estadísticos como caso a caso, en lo que se ha llamado la “autopsia psicológica”, instalando además, sistemas preventivos de asistencia psicológica inmediata al sujeto o de alerta familiar o profesional al detectarse intenciones de autoeliminación.
Hasta aquí, se trata de dos fenómenos independientes, ambos dramáticos por sus resultados.Pero si se analizan los casos de femicidio consumados, puede advertirse que en una importante proporción, su autor se suicida o intenta hacerlo.
Sólo para ilustrar con datos recientes: en 2019 ocurrieron 25 femicidios de los cuales en 9 de ellos el autor se quitó la vida y en 3 intentó hacerlo pero se frustró el resultado; en 2020 se consumaron 16 femicidios, de los cuales en 7 casos el autor se quitó la vida y, en enero y los diez primeros días de febrero de este año, se cometieron tres femicidios, todos con suicidio consumado.
La combinación es nefasta, porque en la mayoría de esos casos, el proceso volitivo del autor implica la determinación simultánea de quitarse la vida, luego de matar a su pareja o expareja y matando también a quienes se interpongan en su objetivo, al que valora tanto, como para pagar por él, el costo de su vida.
Por esas razones, toda la batería de medidas pensadas para impedir la conducta homicida se cae estrepitosamente: no hay amenaza penal suficientemente dura para constreñir a quien ya se decidió a morir, ni medida cautelar eficiente para impedirlo, como tampoco sirve una condena moral pública de parte del Estado, las organizaciones sociales o los formadores de opinión.
El suicida-femicida es un sujeto trastornado, que le agrega un plus a su condición de femicida, consistente en sentirse con derecho de matar una mujer “por motivos de odio, desprecio o menosprecio por su condición de tal”, como lo califica el C.P. reformado por la ley 19.538. El plus consiste en que su accionar es irrefrenable pues -simultáneamente- decidió autoeliminarse.
Paralelamente, que esos casos sean muy frecuentes -alcanzando a gran parte de los femicidios totales- no solo revela su gravedad sino que nos obliga a interrogarnos si esa conducta no es imitable. Durante el siglo XX la prensa no publicaba los suicidios porque se temía su imitación por sujetos con patologías predisponentes. Ya más recientemente, parece primar la opinión de que ello no es así, pues, como explica Durkheim, más que imitación hay “identidad relativa de las causas”.
No obstante, el tema no está académicamente laudado y nuestro deber es plantearnos la posibilidad de que exista ese riesgo. Tampoco hemos encontrado análisis referidos al sujeto, a la vez, suicida y femicida.
Pero ante la ineficacia de las medidas actualmente vigentes para enfrentar estas conductas, se debería reclamar el apoyo de la Ciencia, desde la psiquiatría, la neurociencia, la psicología, la sociología y las ciencias de la comunicación, para acertar en las medidas a adoptar para combatir ese flagelo.