El día después

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Si los países se desnudan a sí mismos durante una campaña electoral, a juzgar por la chatura y los chisporroteos, tenemos un problema.

Existen un par de elementos comunes al debate público, la clase política, los medios y los votantes: la escasez de ideas y la austeridad de las ambiciones.

Somos burgueses de la democracia, acomodados ante tanta estabilidad, sin reparar que hacemos equilibrio frente a un espejismo: el de confiar en que el cielo no está encapotado o que la tormenta no se desatará.

Solo por recordar algunos de los nubarrones que se ciernen sobre nuestro supuesto paraíso, ahí yacen las tasas de pobreza infantil, homicidios, deserción estudiantil, encarcelamiento y suicidios.

Podemos hablar de narcotráfico y de crimen organizado; del envejecimiento de la población, de la baja natalidad y de la inagotable diáspora; de la improductividad laboral, del ineficiente sector público, de la modesta inversión o de la limitada innovación. Podemos hablar de que no hablamos del futuro.

Pese a ello, la campaña electoral se ahogó bajo un manto de provincianismo, mediocridad y trivialidades.

Acróbatas de medio pelo recurrieron a piruetas para rascar urnas; tuvimos candidatos sin inspiración e, incluso, alguno incapaz de zurcir un argumento sin ojear un papel.

Los políticos acumularon tuits, sin dejar ver mucha propuesta, mientras disfrutaban como chanchos repantigados en el barro.

El filósofo de lengua afilada sembró rencor y cosechó veneno. Al mercachifle mediático por excelencia lo consumió su ego. Los medios se movieron con discreción.

La que aterrizaba para elevar el nivel terminó subida al primer autito chocador que le pasó por la puerta.

Las veteranas de varias batallas, gracias al sueldo que les pagamos, vivieron de derramar bilis.

Demostramos, por sobre todas las cosas, estrechez de miras, ausencia de aspiraciones, apatía.

Quizá no existan diferencias insalvables en el diagnóstico de nuestros males. Hoy no se eligen dos modelos de país radicalmente opuestos, aunque hay diferencias sustanciales porque están construidos sobre dos maneras distintas de sentir la política, la economía y la vida.

Los que eligen, además, funcionan bajo modelos mentales disímiles. Ambos pueden estar incompletos, ser inexactos o haber quedado, al menos en parte, obsoletos.

Pese a nuestra homogeneidad, nos llevan a tener diferencias de alma, que son elusivas y, por ende, complejas de compaginar.

Tan lejos del infierno, tan cerca del paraíso, deambulamos por un purgatorio atiborrado de mitos que deberíamos dejar de repetirnos.

¿Qué nuevas historias nos vamos a contar para reprogramarnos? ¿En qué nos vamos a concentrar en los próximos años? ¿Dónde queremos estar?

No tenemos obligación de soñar con otras cosas, pero pudiendo ser mejores, y teniéndolo a mano, ¿para qué conformarnos? ¿Cuáles aspectos de la uruguayez deberían ceder y dar paso a otra manera de construir nuestra identidad?

Pase lo que pase hoy, y en los días posteriores, no estaría mal mirar hacia atrás e intentar no repetir desaciertos. Gane quien gane, sería bueno que exista el mayor consenso sobre lo elemental y que sirva de faro.

El año que viene se celebrarán 200 años de independencia, dos siglos de forjar una forma de ser que nos ha traído hasta acá con más éxitos que fracasos. El pasado nos dio ley, cohesión y estabilidad, pero dejamos que nos cortara las alas. ¿Qué hacer para aspirar a más? ¿Cuál será nuestro próximo paso?

La gente que sabe suele decir que, para empezar, tenemos que amigarnos con el riesgo. Si los países pudieran acostarse en un diván, deberíamos empezar a desentrañar el misterio del freno casi innato, mas corregible, que llevamos dentro.

Ese freno que nos conduce a la resignación.

Debemos combinar de manera inteligente y eficiente lo mejor de la iniciativa privada e individual con lo mejor del Estado de bienestar. Ser más pragmáticos y menos dogmáticos a través de una lógica común que concilie, pero que no trabe.

Donde se negocie, pero no se tranque.

No vendría mal que cambiemos el marco de comparación. Supimos ser vanguardia y, aun estancados, somos el mejor de una clase de compañeros revoltosos.

¿No sería mejor parecernos a Corea del Sur o Singapur, Irlanda o Croacia, Finlandia o Países Bajos? ¿O alguien nos impide mirar más allá de nuestras narices?

Las sociedades se definen por sus estilos y sus modos de hacer las cosas y, al igual que los valores e ideales de un pueblo, pueden mutar. Las modificaciones de fondo ocurren cuando existen suficientes voluntades de transformar comportamientos arraigados.

Si tomáramos consciencia y cambiáramos, podríamos evitar jugar a un juego en el que de antemano conociéramos el resultado.

En un mundo cada vez más decepcionado consigo mismo, si fuéramos capaces de imaginar el futuro con esperanza, emprenderíamos nuestra pequeña gran revolución. ¿Y si lo llegáramos a poner en práctica?

Aunque nos desaliente la magnitud de la tarea y el sacrificio prolongado, y tengamos que resolver antes los problemas de mañana mismo, quiero creer que en el fondo estamos sedientos de una mejor versión de nosotros mismos.

No será cuestión de que empiece a aflorar, sino de pensar y ejecutar maneras de buscarla, empujarla y construirla.

No se mejora sin ambición, no se cambia sin acción.

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