El pasado viernes 8 de marzo se conmemoró un nuevo Día Internacional de la mujer. Como todos los años, se llevó a cabo la tradicional marcha en un clima bastante pacifico, a excepciones, claramente, de las expresiones “artísticas” y ridículas que de inmediato circularon en redes sociales, como la performance antisemita pro Palestina con una clara connotación de incitación al odio.
Seguramente hubo cánticos en contra de la Iglesia, la policía y hasta del propio Presidente de la República. El 8 de marzo para muchas mujeres no es el Día de la mujer, sino el día contra el hombre, pero no es la intención detenerme en esas actitudes violentas y fuera de lugar.
Quiero hacer llegar a los lectores de este medio en el que he tenido la oportunidad de escribir hace algún tiempo, rodeada de columnistas hombres y de mayor edad que yo, (una muestra de que feminismo no es marchar e insultar, sino buscarnos nuestro propio lugar con base en nuestros conocimientos y esfuerzos) que el enfoque de esta columna se debe a una problemática que como mujeres venimos soportando, a veces sin notarlo, hace ya mucho tiempo: la colectivización de la mujer.
Las mujeres no somos un colectivo, los hombres no lo son, ¿por qué nosotras deberíamos serlo? Colectivos son otras cosas, el colectivo trans, por ejemplo.
Agruparnos a las mujeres en un bloque monolítico por ser portadoras de los mismos órganos reproductores es absolutamente un error. ¿Por qué las activistas feministas tienen que hablar en representación de “la mujer”? Como si cada una de nosotras no tuviera su propia historia, sus propias creencias, ideas, principios, sentimientos y estilos de vida.
Es un error garrafal caer en el colectivismo del género femenino, mucho más creer que eso está bien y no ser capaces de cuestionar que lo que muchas quieren no es defender nuestros derechos, sino que pensemos a la par e idénticamente que ellas; como si existiera un chip imaginario que incluye cosas tales como: no te cases, no creas en la monogamia, siempre creerle a la víctima solo por el hecho de ser mujer, no tengas hijos, eso es vintage.
Y así, infinidad de cosas que muchas de estas activistas quieren hacernos creer que es lo que está bien, y si te encontrás en la vereda opuesta o mínimamente cuestionás algo, automáticamente tus derechos ya no valen lo mismo.
En segundo lugar; la humillante y permanente victimización impuesta por otras mujeres por el solo hecho de portar vagina. Las mujeres no nacemos víctimas, así como los hombres no nacen victimarios.
Hacerle creer a nuestras niñas que esto es así, solo lleva a que las próximas generaciones de mujeres crean que deben vivir en cajas de cristal, que el miedo las atormente y condicione, y que no puedan desempeñarse con libertad, independencia, y elegir sus proyectos de vida. Todo por un miedo impuesto desde la frustración, el resentimiento y el enojo de mujeres adultas.
No permitamos que eso pase, o al menos, intentemos que no pase en mayor medida, porque las consecuencias que pueden desencadenarse desde esa postura, pueden ser irreversibles.