El embrujo

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Alentado por los varios mensajes a propósito de la columna pasada sobre “El Gaucho Florido” de Carlos Reyles reincido en la recomendación del autor.

Este tuvo una vida intensa que se manifestó en su obra.

Su abuelo de apellido Raleigh, castellanizado a Reyles, llegó desde Manchester, Inglaterra a San Carlos, Maldonado. Su padre, Carlos Genaro Reyles, fue uno de los grandes hombres de la agropecuaria oriental. Fundador de la Asociación Rural y de la ciudad de Rivera, senador por el Partido Colorado y jefe político de Tacuarembó. Carlos Genaro de niño vendía pastelitos por las calles carolinas, de joven se hizo tropero y terminó dueño de cientos de miles de hectáreas.

De esos antecedentes rurales del escritor se destacan dos libros: El Terruño y El Gaucho Florido, ambientados en los campos del centro de nuestro país.

La vida del novelista estuvo signada por la tragedia. Antes de que él naciera falleció el primer hijo del matrimonio de sus padres Carlos Genaro y Carolina María Gutierrez. Al nacer el escritor, sus padres le pusieron Carlos, el mismo nombre de su difunto hermano. Tuvo dos colácteanos más que también fallecieron, uno al caer del caballo. Al morir su padre de cáncer, Carlos Claudio aún no había cumplido la mayoría de edad. Se enfrascó en pleitos, albaceas y sucesiones. En un confuso enfrentamiento en la Estación Molles dio muerte a un Escribano con campos vecinos a los de él. Fue exonerado de responsabilidad.

De esa influencia trágica de la vida puede destacarse obras como La Raza de Caín y El Extraño.

Reyles además de hombre de campo y escritor era un bon vivant. Gran turfman llegó a correr carreras él mismo en la vieja Azotea de Lima donde se competía antes de que se llevase el turf a lo del pulpero Juan Maroñas. Como criador no sólo ganó clásicos y estadísticas en Uruguay, sino también en Argentina. Como sus éxitos se repetían del otro lado del Río de la Plata algunos plantearon limitar la competencia de caballos extranjeros. Reyles cerró su Haras en Melilla, lo trasladó a Lobería en la Provincia de Buenos Aires y siguió ganando.

Se casó con la cantante de zarzuelas Antonia Hierro. Viajó seguido a Europa donde se lo veía mucho en Niza. Su gran pasión era Sevilla. Fue un entusiasta propulsor del Pabellón de Uruguay en la Expo Internacional de 1929. Aún hoy se lo puede visitar y es uno de los orgullos de la ciudad.

El mayor legado que hizo a la capital de Andalucía fue “El Embrujo de Sevilla”. Su mejor libro. En él conviven el torero Paco, Pura la Bailaora de la que se enamora pese a su novia de la clase alta sevillana, un gitano y un pintor. Reyles describe en forma insuperable el pintoresquismo que hechiza a quien visita la ciudad.

A veces uno tiene la dicha de conocer un lugar antes de visitarlo. Lo hace a través de un libro. Luego al conocerlo lo disfruta doblemente. Lo constaté con Cádiz, a quien conocí primero por El Asedio de Pérez Reverte y sus mapas antiguos o Madrid con Un Día de Cólera del mismo autor. ¿Como no enamorarse de la París que los alemanes no se animaron a destruir, pese a la orden de Hitler del Arde París de Dominique Lapierre y Larry Collins o la Bahía de Chesapeake de Michener?

Esa es la sensación que queda al leer el Embrujo de Sevilla. Sin embargo, hay algo más profundo en él que la descripción pintoresca. Reyles se mete en el espíritu y la forma de ser única de Andalucía. Lo compara con otros pueblos que admira pero prefiere el “correr sevillano … más que el resultado económico. Lo que le agradaba en las faenas campesinas era el colorido, el detalle pintoresco, la destreza, la arrogancia”.

Pone en boca del joven torero en su diálogo con Pura la defensa de lo sevillano:

“Todos los andaluces somos así Puriya, no sabemos na de na, ni queremos saberlo. Y todo el que nazca en esta tierra bendita, así será. Y ¿cómo había de ser de otra manera? ¿qué ejemplo seguir? ¿a quién imitar? ¿a los catalanes? ¿qué sevillano se cambiaría por un catalán?

Por lo demás nuestra manera de entender la vida es un auténtico deleite, que en otros lugares se busca apasionadamente y cuesta muy caro producir… Aquí el que bebe una caña de Jerez, bebe y come; el que trabaja, juega; el que sufre, goza; el que llora, canta. Con unas rejas, unos azulejos y unas macetas de flores logramos obtener el hechizo que buscan, y no siempre logran, las grandes capitales, con la aparatosa ostentación de su trabajo, su ciencia y su riqueza. Nuestra despreocupación es nuestra miseria y nuestro tesoro.

Otros fabrican locomotoras; nosotros, castañuelas y, como todos, nos encaminamos al sepulcro, sería cosa de averiguar si es mejor hacerlo pasando las de Caín y aprisa, o lenta y alegremente. Y yo te digo Puriya que un pueblo que desprecia el pellejo, el trabajo, la riqueza y el saber, y ama el tronío, la valentía, la gracia y el goce, no está de más en este pícaro mundo. Venga vino y peliyos a la mar”.

A lo que pura, enamorada y admirada, contesta:

“¡Ay, Paco, de mis entrañas, qué andaluz eres!”

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