Era de esas personas encantadoras que lo dejan a uno atontado de tanto carisma, a los que la naturaleza dotó de una capacidad inigualable de seducción. Tenía la dosis justa de alegría, encanto y empatía, que inspiraban confianza al instante. Era el centro de atención de todas las reuniones sin despertar envidias porque lo de él era todo generosidad. Tenía ese sentido del humor combinado con elegancia que le permitía burlarse de muchos, pero sobre todo de sí mismo, en un equilibrio justo entre gracia y respeto. Pero también era lúcido, hábil, inteligente. Exitoso en sus negocios, todos le pedían consejo y lo tenían como ejemplo a seguir. Era lo que uno llama, un buen tipo.
Despertaba en cuanto ser humano se cruzaba por su vida, la irremediable necesidad de que lo considerara su amigo.
Así recuerdo yo a este allegado a mi familia, llamémoslo Juan, que era parte de nuestro día a día cuando yo era niña, que seducía a niños y a mayores por igual.
Hasta que desapareció de nuestras vidas. Como si un agujero se lo hubiera tragado. No se murió, nos dijeron, pero el duelo en todos, las caras de tristeza y desconsuelo, eran como si así hubiera sido. A los menores nadie nos dio mucha explicación. Años después me enteré que había cruzado alguna, o varias, líneas morales y legales en sus negocios. Logró sortear la cárcel, pero había dejado un tendal de deudas entre amigos, clientes y proveedores que hicieron que la condena social fuera infinitamente más dura que la de las rejas. Se fue a otra parte, huyendo de su pena e, imagino yo, a intentar rehacer su vida. “No sé cómo podía dormir tranquilo”, “era un corrupto”, “nos engañó a todos”, me dijeron después. Es posible. Pero quizás pasó algo más.
Pararnos en un pedestal de moralidad creyéndonos inmunes a la incorrección, no solo es falso, sino peligroso. Es muy cómodo porque aísla el problema a unos pocos pervertidos, pero no es real. Porque salvo unos pocos perversos, nadie se levanta un día tomando la decisión de “hoy voy a estafar a alguien”, o “cuando sea grande voy a ser un corrupto”. Sin embargo pasa y más seguido de lo que debería. La mayoría de nosotros está confiada en que en los momentos de la verdad, vamos a hacer lo correcto. Pero en los hechos, demasiada gente cae del otro lado. Porque los límites éticos no vienen con un cartel luminoso que dice “CUIDADO”. Sin embargo, todos enfrentamos a lo largo de nuestro día pequeñas decisiones que incluyen dilemas éticos y, sin darnos cuenta, las cruzamos sin tanta claridad. Es que ese es el problema, la vida no es de blancos y negros, el tema está en los grises.
Y cuando cruzamos un límite, que al principio suele ser pequeño, tendemos a justificarnos y a desdramatizarlo. “Solo esta vez…”, “tampoco es tan grave…”. El costo marginal parece relativamente bajo, pero la siguiente vez volvemos a cruzar un poco más el límite y así, como el sapo, nos vamos hirviendo de a poquito. Nos justificamos con una cantidad de falacias, hasta que un día nos convertimos en Juan, ese tipo adorable, buena gente, que se volvió alguien que, posiblemente, jamás hubiera imaginado ser.
Nada de esto justifica que lo que está mal, está mal. El punto es no creernos inmunes, porque la soberbia moral es el primer paso para caer en la trampa del hervidero de sapos.