En los últimos años el péndulo eleccionario en América Latina se ha movido, pero rara vez en direcciones consistentemente liberales. La hegemonía cultural del estatismo ha permanecido prácticamente intacta y ha permeado a izquierda y derecha. En el medio han quedado los liberales: solitarios, confundidos y sin saber cómo hacer para popularizar sus ideas.
Quedar atrapado entre la izquierda y la derecha es en realidad un problema histórico para el liberalismo latinoamericano, que ha estado siempre inmerso en culturas casi invariablemente nacionalistas y paternalistas. En los siglos XIX y XX, algunos liberales aparecieron en sus países enfrentados a los conservadores e identificados como progresistas, pero en otros ocurrió lo contrario: en líneas generales, los partidos que defienden simultáneamente la libertad económica y las libertades civiles han sido prácticamente inexistentes o efímeros.
¿Por qué no tenemos partidos realmente liberales que permanezcan en el tiempo? Quizás la naturaleza primero oligárquica y luego bipolar de nuestros regímenes políticos haya contribuido a la invisibilización del liberalismo. En países presidencialistas como los latinoamericanos, los intentos por fundar organizaciones minoritarias pero relevantes para formar gobierno (como el FDP alemán, por ejemplo) son infructuosos. Nuestros liberales terminan invariablemente engullidos por partidos o coaliciones que no lo son.
En cualquier caso, la amenaza a la identidad liberal tiene siempre el mismo origen: el estatismo. Así vemos en el siglo XXI que la izquierda ha promovido activamente la expansión del rol del Estado en la economía, y que de hecho ha logrado aumentar en todas partes el gasto público y la presión fiscal. Pero la derecha tradicional, que podría haberse erigido como una alternativa liberal, inicialmente no lo hizo: por el contrario, en muchos casos aceptó la cosmovisión económicamente estatista de la izquierda. Donde hubo cambios, fueron pocos; donde hubo reacciones, fueron tibias. La frustración de Ecuador con Lasso tiene la misma raíz que la de Argentina con Macri, que a su vez también era la misma de Chile con Piñera. Todos eran presumidos como liberales pero por un motivo u otro carecieron de ímpetu para liberalizar sus países.
Irónicamente, el campo de juego inclinado hacia la izquierda estatista generó su propia reacción al alimentar finalmente una nueva derecha antiestatista, pero con escaso interés en ser liberal. El caso de Brasil es paradigmático: quizás nunca un presidente allí haya tenido un programa a la vez tan económicamente liberal y tan socialmente iliberal como Bolsonaro. La agenda que impulsó, privatizadora y desreguladora al mismo tiempo que abiertamente religiosa y conservadora, naturalmente dividió a los liberales entre los que eligieron privilegiar sus decisiones económicas y los que hicieron lo contrario.
La confusión entre los liberales que ha provocado el giro simultáneamente liberal y antiliberal de la derecha, por cierto, no se limita a Brasil: países tan diversos como El Salvador y Argentina tienen sus propios fenómenos curiosos. En el primero, algunos liberales se desviven por apoyar a Bukele y su adopción del bitcoin así como el fin de la violencia en las calles, mientras otros denuncian las violaciones a los derechos humanos en las cárceles. En la segunda, los liberales podrían vitorear a Milei por su promesa de cerrar el Banco Central y su prédica contra la “casta” política, pero también criticarlo por sus estrechísimas relaciones con ella o por llevar como compañera de fórmula a una representante del nacionalismo católico más económicamente estatista imaginable. Y todos tendrían razón.
Hoy el liberalismo baila la danza de la derecha, y el problema es el círculo vicioso que se desata al final: el público identifica a los liberales con la derecha, la derecha falla por sus propias contradicciones, y son los liberales los que quedan cada vez más lejos del poder. Pero la solución no es abrazar a una izquierda que sigue siendo empobrecedora y retrógrada, sino afirmar una agenda auténticamente liberal que reivindique la libertad individual en todos sus niveles. Apoyar y criticar cuando corresponda en lugar de alinearse automáticamente a favor o en contra: la única forma de construir una identidad liberal es la coherencia ideológica.
Debe ser posible salir de la trampa en la que hace tanto tiempo se encuentra el liberalismo latinoamericano. Nuestros países necesitan partidos que al mismo tiempo apoyen el libre comercio y la laicidad, la desregulación económica y la igualdad de derechos para las minorías sexuales, las privatizaciones y la despenalización de las drogas, la reducción del gasto público y la prostitución, entre tantos otros ejemplos. Si existen, es probable que obtengan al menos inicialmente pocos votos, pero difícilmente haya otra forma de provocar un cambio liberal si no es a través de ideas liberales. Predicar en el desierto es mejor que no predicar. *Fundación Libertad