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El mejor Wilson

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Se cumplen hoy 40 años del regreso de Wilson Ferreira. Hay una secuencia que nos aleja del natural recuerdo emocionado -ese que forma la memoria individual o partidaria-, y que inscribe al Partido Nacional y a Ferreira en un largo plazo más histórico: llegó, fue inmediatamente puesto preso, hubo pacto con los militares y elecciones con proscriptos (Ferreira, el principal), fue liberado a los pocos días de esa elección que los blancos perdieron, y fijó el gran principio de la gobernabilidad para el país en su discurso del 1° de diciembre.

Ese Wilson de junio a diciembre no se parece mucho al Wilson del período 1968 a 1973. El gran error de la generación de Wilson, y que lo tuvo como gran protagonista en ese quinquenio, fue creer que por mucho que se la golpeara, nuestra democracia nunca caería. Terminó cayendo con estrépito: golpeada por muchos jóvenes de clases medias, izquierdistas completamente irresponsables que descreyeron de la “democracia burguesa” como la llamaban; y también magullada por muchos militares que, apoyados por una mayoría silenciosa que hoy se disimula, se convencieron de que debían terminar con ella para poner orden en el país.

Los muchos años de Ferreira en el exilio le dieron tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido, y también para aprender sobre las experiencias que en el exterior resultaron exitosas por esos años, como por ejemplo la transición en España. La salida democrática lo tuvo firme en la idea de que la dictadura debía caer y que las bases para la reconstrucción democrática debían ser la aplicación completa de la Constitución de 1967. Sin embargo, y esto es lo que merece análisis, cuando terminó por darse cuenta de que la transición se llevaría adelante con un pacto militar-frenteamplista-colorado, con él preso, y con elecciones rengas, no solo no mandó incendiar la pradera desde Trinidad, sino que hizo que los blancos, menguados, participaran de esas elecciones y así las legitimaran.

Al salir del cuartel conservó ese signo de su conducción: aceptó explícitamente los resultados y aseguró al presidente electo que, más allá de diferencias y perfiles, ninguna sangre llegaría al río al punto de hacer caer las instituciones democráticas. Aseguró gobernabilidad. Y ese mismo espíritu hizo que hiciera votar la ley de caducidad en diciembre de 1986: tuvo que avenirse al principio de realidad, ese que rechazó en enero de 1972 con respecto a los resultados electorales, pero que casi 15 años más tarde le hizo ver que, más allá de las preferencias blancas, los uruguayos habían ratificado mayoritariamente la salida pactada, con su costo militar “subyacente” o “sobrevolando”.

El Wilson que regresa es muy distinto al que se había ido. Lo demostró en todos los episodios importantes en los que ejerció su liderazgo hasta 1988. El que saluda con la V de la victoria en el puerto no es tanto el del pasado, ese que falló en preservar la democracia en momentos claves, aun cuando hubo en aquellas circunstancias quienes actuaron con templanza y responsabilidad (como Washington Beltrán, por ejemplo), sino el blanco dispuesto a los mayores sacrificios por su Patria. Volvió pues el que, en tiempo nuevo, supo conjugar aquello de “que se lleven todo, menos la paz de la República”. Volvió, así, el mejor Wilson.

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