El milagro de esta Navidad

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Llegó la Navidad. Y está bueno que nos detengamos a pensar unos minutos sobre su real significado. Entiendo que no es fácil en tiempos en que el nacimiento de Jesús y lo que ello conlleva se promociona en varios pagos y con cualquier tarjeta de crédito. Advierto que no tengo nada contra Papá Noel (alimentó mis ilusiones de niño y hoy lo hace con mis nietas) y tampoco me opongo a los regalos y las compras que por estas horas todos hacemos. Sí pienso que nada del bombardeo comercial debe hacernos olvidar la razón y la esencia de la fecha.

Cabe recordar que Jesús nació en un pesebre y un buey y un asno le dieron calor. María lo arrulló y José, un modesto carpintero, estuvo allí para cuidar al hijo de Dios. Enterados de su nacimiento, los pastores con sus ovejas bajaron de las montañas a venerarlo. Tres Reyes Magos de oriente, guiados por una estrella que brillaba con mayor intensidad que todas las otras, marcharon en camello durante días hasta Belén para conocerlo. Esa estrella era una luz de esperanza e indicaba el lugar donde había nacido el hijo de Dios. La historia es así de sencilla y de hermosa.

Sucedió hace más de veinte siglos y lejos de perder vigencia, renueva por estas fechas su sentido. ¿O acaso los hombres de buena voluntad hemos perdido el anhelo de paz y amor? Es cierto, el mundo de hoy no es precisamente un ejemplo en el que predomine el mensaje que nos trajo Cristo. Son muchos los países que padecen la guerra, y no menos las naciones que soportan dictaduras y tiranías. Depende de cada uno de nosotros comprender una vez más el sentido de la epifanía del niño Jesús, es decir, su mensaje.

No se trata de cambiar al mundo, pero sí de hacer un poco mejor nuestro mundo más cercano, el cotidiano. No es cuestión de acabar con el sufrimiento de millones de personas que hoy lo padecen, eso dejémoselo a Dios, sino hacer un poco mejor la vida de quienes nos rodean. ¿Cómo? Con gestos y actitudes que por mínimos que parezcan sí pueden hacer feliz al otro o aliviar el dolor espiritual de quien lo padece. Visitar a ese familiar o amigo enfermo o que está solo. Estrechar la mano o abrazar a esa persona de la que nos hemos distanciado quién sabe por qué y cuándo. O compartir lo mucho o poco que tengamos no es cuestión de cantidad. Tal vez, con esos pequeños gestos logremos hacer para otros y para nosotros mismos un pequeño milagro de Navidad. Y digo pequeño porque los grandes milagros corresponden a la Providencia.

El sábado pasado asistí a un concierto de Navidad en el Colegio San Pablo, en el Prado. El Ensemble de Profundis, bajo la dirección de Cristina García Banegas, cantó villancicos y obras de Bach. No se trató de nada sobrenatural, simplemente, de un grupo de hombres y mujeres que regaló su talento y su arte a un numeroso auditorio. La versión de Noche de Paz en alemán interpretada por dos solistas (un hombre una estrofa y una mujer la siguiente) pareció un canto de ángeles. Para muchos de los que allí estuvimos, el concierto fue un milagro de Navidad y un momento de gozo y de reflexión.

Si me permiten, quiero dedicar esta columna a mis nietas: Guillermina e Inés, ellas con su inocencia y sus risas son el regalo de Navidad que más deseo y que recibo cada vez que estoy con ellas.

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