Francisco parece estar removiendo a la Iglesia Católica. Entre nosotros, la primera repercusión relevante de su talante fue la nominación de Daniel Sturla como arzobispo de Montevideo a principios de marzo. Hacia la catedral de Montevideo peregrinaron las principales autoridades públicas del país cuando su asunción.
Francisco parece estar removiendo a la Iglesia Católica. Entre nosotros, la primera repercusión relevante de su talante fue la nominación de Daniel Sturla como arzobispo de Montevideo a principios de marzo. Hacia la catedral de Montevideo peregrinaron las principales autoridades públicas del país cuando su asunción.
Sturla parece un obispo inquieto. Rápidamente, declaró que había que dar vuelta la página en la cuestión del aborto (“ya está, ahora hay que curar las heridas de la sociedad”). Luego, hizo ampliamente pública su posición contraria a la reforma de la Constitución a plebiscitarse este año para bajar la edad de imputabilidad penal. Finalmente, se reunió con las autoridades del Pit- Cnt para definir una agenda y perspectivas de trabajo conjunto.
En realidad, el nuevo obispo mantiene la tradición de inmiscuirse en temas políticos y sociales heredada de su antecesor. El cambio sustantivo está en que las retrógradas opiniones de Cotugno caían muy mal en el mundillo bien pensante nacional y eran ácidamente criticadas. Las de Sturla, como las de Francisco, son evaluadas como más progres y por tanto hay predisposición por escucharlas, analizarlas y apreciarlas.
En el mundo escondido tras el muro de yerba de la hegemonía cultural de la izquierda se ve con buenos ojos esta evolución de la Iglesia. Finalmente, entre el jesuita en Roma y el salesiano en Montevideo, surgen grandes aliados para la causa de la liberación de los pueblos. Francisco allá critica los excesos del capitalismo; Daniel aquí, las malas propuestas represivas de políticos opositores.
El problema es que en una República laica las opiniones políticas que importan son las de los representantes electos por el pueblo. Sturla y el Pit-Cnt tienen seguidores, feligreses y cotizantes muy numerosos. Pero no representan al pueblo. Entumecidos como están nuestros reflejos republicanos, nadie se pregunta lo evidente: ¿por qué diablos hay que dar trascendencia a las opiniones de un obispo sobre temas eminentemente políticos?
Por supuesto, todo ciudadano tiene derecho a opinar de lo que quiera en una democracia. Sin embargo, antes no se conocían las apreciaciones del ciudadano Sturla. Hoy, ellas son publicitadas y se les da importancia porque este cura salesiano pasó a ocupar un lugar destacado entre los católicos. Mañana, con este criterio, también tendríamos que escuchar con atención la opinión política de un gran rabino, la de alguna autoridad de alguna iglesia protestante, o por qué no, la de algún ministro de las nuevas religiones abrasileradas que pueblan el centro de Montevideo, no por ser todos ellos ciudadanos sino por estar investidos de legitimidades religiosas particulares.
Hay que recordar lo que el mismísimo Jesús señaló sobre los límites de lo político y de lo religioso: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 21). Francisco, ese porteño de mirada pícara que gobierna el Vaticano, apuesta a expandir su mensaje religioso dogmático. Audaz, asume con razón que la actual frivolidad de la civilización del espectáculo que describe Vargas Llosa no presta ninguna atención a esta parte del Evangelio. Olímpicamente pues, se ocupa de cuestiones terrenales y políticas.
Empero, entre nosotros, seguro que San Mateo terminará espabilando la inteligencia del arzobispo. Pasará entonces a ocuparse de evangelizar almas y dejará de hacer política.